Buddy

Pasmada estoy del asunto de Buddy, el inexistente niño escocés de ocho años supuestamente canceroso y agonizante cuyo último deseo consistía en salir en el Guinness como el receptor del mayor número de postales de la Tierra. Y lo que me maravilla no es el hecho de que tan lacrímógena historia sea un invento, sino que el embeleco se haya mantenido en pie durante cinco años, dando la vuelta al mundo con la entusiástica ayuda de las instituciones y de los más encumbrados capitostes. Porque fue el despiadado mundo oficial el que más pareció conmoverse con el cuento, aferrándose a Buddy con la fe desesperada de quien necesita creer en uno mismo. Y así, incluso Reagan encontró tiempo entre sus bombardeos a Libia y sus guerras sucias de la contra para mandar su correspondiente postalita, y los generales de la OTAN se tomaron un descanso en sus hondas lucubraciones sobre cómo exterminar a más personas y enviaron un télex para difundir el asunto Buddy por la Alianza Atlántica. Es de ímaginar la enorme emoción que debió de producirles a todos ellos el percibir un aleteo de actividad sentimental en la pechera; el comprobar, en fin, que también ellos poseen un corazoncito entusiasmado.Buddy reunía las condiciones idóneas para hurgar la fibra sensible de las gentes: una edad patética, un enemigo común y la puerilidad del Guinness. A decir verdad, me conmueve esa necesidad de solidaria compasión que existe en el ser humano, a juzgar por los 10 millones de postales que han sido enviadas en estos cinco años. Pero me espeluzna la división emocional que algunos muestran, ese permanecer impávidos ante tanto hambriento, moribundo y herido que hay en nuestro entorno y deshacerse, en cambio, en un sentimentalismo confitado. Hasta los más recalcitrantes canallas han debido dejarse estremecer por Buddy para poder reconocerse como humanos. Los etarras de la bomba de Hypercor quizá hicieron acopio de tarjetas. Buddy se ha convertido en el mito del sentimiento traicionado.
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