Truffaut, ante un amado espejo
El dibujante Steinberg dibujaba personajes que se dibujan a sí mismos. Truffaut, en sus meditaciones, se pregunta un día qué es lo que se ve cuando un espejo se enfrenta a otro espejo, y se inmiscuye, y coloca una cámara detrás de la cámara. La noche americana es la autobiografía de una película y, en cierto modo, el ejercicio de autocontemplación irónica que, según explican algunos psiquiatras, si bien no cura la neurosis, la describe.Un rodaje es una fiebre, un latido, un stress. El Truffaut niño, el Truffaut, por lo mismo, pedagogo, hurga proustiano en las tripas de su juguete favorito y, ante el sabor de un bocadillo devorado sin ganas entre dos tomas, parte a la búsqueda de ese tiempo ímposible, de ese tiempo recuperado que es el cine como taller de laminación de imágenes en frío. La noche americana es la historia predilecta de todos esos cinéfilos que lo soportan todo excepto que los personajes le cuenten su vida. Aquí no hay tiempo para la recreación, el contraluz, el matiz y el do de pecho. Es un frenesí contra reloj y una borrachera de ritmo.
Los alegatos de Truffaut siempre estuvieron muy claros. En La noche americana palpita, sin embargo, neblinoso, un querer explicarse a sí mismo, una necesidad de extroversión del yo para poderse ver de espaldas, vendido, vencido y ofreciendo el lado malo del semblante.
En suma, un grito que podríamos sintetizar como: esto es lo que nosotros, la gente del cine, hacemos; no es tan fácil como pensáis y, al contrario de lo que vuestros cerebros petulantes consideran, no lo podéis hacer vosotros, no está al alcance de cualquiera. Truffaut lanza al viento quieto de la sala a oscuras el atestado de lo que cuesta trascender desde la butaca hasta el plató, desde la página de crítica hasta el motivo de ésta.
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