'Fidelio' o el amor a la libertad

Se produjo con Fidelio uno de los más grandes éxitos de la presente temporada de ópera. No en vano se trata de una partitura de gran impulso dramático, que ha tenido ahora intérpretes de consideración: la surafricana Marita Napier conserva brillantes facultades y un excelente estilo, con lo que su Leonora / Fidelio alcanzó eficacia y belleza.Digno de consideración y aplauso el Forestán del alemán Hermann Winkler, por la nobleza de acentos y la coloración expresiva, cargada de tensión; para el cruel Pizarro, Hartmut Welker resulta intérprete ideal en lo, cantable y en lo teatral, por cuanto impone una línea de sobriedad que no convierte a su endeble personaje en un malo de película modesta; la británica Lynda Russell realzó la parte de Marcelina, a la que dio respuesta el austriaco Michael Pabst (bien conocido por el público del Liceo). En su breve parte, el ministro bueno, esto es, Don Fernando, se produjo con justeza. Hay que decir que José Luis Alonso, dentro de lo posible en el campo operístico y sin los ensayos deseables, logró una unidad de orientación interpretativa. Subrayó, con cierta españolización del escenario y el manejo de las luces, el hecho de que Fidelio sucede en las cercanías de Sevilla, aunque esto fue por pura carambola, ya que el autor de la historia, un escritor y libretista lagrimero, Jean Nicolás Bouilly (1763-1842), confesaba haberse inspirado en un episodio de la Revolución Francesa.

Lo cierto es que Beethoven hace abstracción del lugar (podía haber tratado algún aire tópico, como hizo en los boleros, para voz y trío) y se interna, desde la anécdota amorosa y el canto a la sacrificada fidelidad conyugal, en lo que verdaderamente le importaba: la defensa de la libertad individual y colectiva. Una vez más, en la creación beethoviana Prometeo se rebela contra las cadenas que lo sujetan.

El director musical, Gómez Martínez, mantuvo una línea viva de continuidad e hizo sonar a la Sinfónica titular con mayor claridad que belleza sonora, dentro de un estilo difícil de lograr, en el que Beethoven concilia su característico sinfonismo con soluciones operísticas que, a veces, anticipan el mejor Verdi o el Wagner de la primera época.

El director granadino fue particularmente aplaudido en unión de todos sus colaboradores, sin olvidar el trabajo del coro titular, ampliado en medio centenar de voces, que entonó el canto de prisioneros (tan bello y bien articulado en lo vocal y lo instrumental) con sufrida expresión.

En resumen, este cuarto montaje de Fidelio en las temporadas oficiales madrileñas (se hizo anteriormente en 1965, 1970 y 1977) ha elevado el tono del ciclo, como sucediera con la Cavalleria y Payasos, dirigidas por Alberto Erede.