La bomba sigue estallando
CADA AÑO en el mes de agosto Japón hace públicas las listas de las personas que han muerto, desde la conmemoración anterior, como consecuencia de las enfermedades y heridas sufridas por las bombas atómicas de 1945. No es el hecho de la muerte en sí lo que impresiona, sino el hecho de que durante 38 años han sobrevivido con graves enfermedades, y que la bomba no parece cesar nunca de estallar. En la lista de este año se añaden 5.179 nombres. El total de muertos por la bomba de Hiroshima es ya de 108.956; el de Nagasaki, de 61.969. Hay personas enfermas, o fallecidas en estos años, que no habían nacido en 1945: son víctimas de malformaciones genéticas ocasionadas por las radiaciones.No es apenas necesario recordar que las dos bombas consideradas entonces como apocalípticas por sus resultados no pueden verse ahora más que como juguetes primitivos y rudimentarios en relación con el desarrollo, cualitativo y cuantitativo, que han tenido en estos cuatro decenios y en por lo menos cinco países del mundo, al mismo tiempo que han nacido y se han desarrollado sus compañeros, los misiles capaces de transportarlas. En cuanto a la conciencia capaz de utilizarlas, no ha tenido ninguna modificación. Sigue existiendo. Un pretexto público y otro privado inspiraron entonces a Truman. El público -que todavía se esgrime en Estados Unidos- fue el de que esas muertas podrían ser muy útiles para evitar muchas más, al forzar la rendición de Japón y el final de la guerra. El privado, que ya trasciende a los libros de Historia, fue el de precipitar el final de la guerra en aquella zona antes de que entrase la URSS a pedir su parte en la victoria y el de exhibir ante Stalin la fuerza real de Estados Unidos para establecer el mundo de la posguerra. Quiere decirse que en cualquier momento se pueden encontrar, por cualquier gobernante -y cargar sobre Truman y Estados Unidos la exclusiva del genocidio sería injusto-, razones para iniciar una destrucción masiva, a partir de poblaciones civiles y ciudades desmilitarízadas como lo eran Hiroshima y Nagasaki, elegidas entonces simplemente por razones meteorológicas que hacían más fácil el vuelo de los bombarderos.
Las conmemoraciones de agosto en Japón, y su eco en otras ciudades del mundo -escasamente seguido, porque la fuerza de las vacaciones es, ya se sabe, superior a cualquier otra- repiten cada año las cifras del horror, mientras cada año se multiplica la fuerza y el número de las armas. No puede decirse que tengan ningún efecto. Quienes han presenciado este año las celebraciones de Hiroshima, Nagasaki y otras ciudades de Japón indican, por una parte, un cierto mecanicismo en lo ritual, de forma que el recogimiento, el dolor y la exhibición al mundo de la gran tragedia han perdido parte de su fuerza; por otra, creen ver que un cierto desarrollo de dos fuerzas japonesas que estuvieron soterradas tras la derrota de 1945: el nacionalismo y el militarismo, y que en las celebraciones de este año las marchas militares, las proclamas y un cierto deseo de venganza aparece con mayor fuerza que antes y domina ya la simple lamentación de martirio. Si fuese así, no podría considerarse como algo extraordinario, sino como una consecuencia lógica.
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