Pedro Ruiz: el don de la ebriedad
Cortinas venecianas y orquestas de color representan las novedades menos invisibles en la reapertura de la sala de fiestas madrileña llamada todavía Florida Park. El primer artista invitado de esta nueva etapa, por tres meses improrrogables, ha sido el humorista Pedro Ruiz. Su presentación, hace ya más de una semana, estuvo llena de tropiezos técnicos que pusieron en peligro, no la vida, pero sí la fama del artista. Ahora ya todo está atado y bien atado. Es el momento, pues, de tomarle la temperatura a quien sigue considerándose un espermatozoide ácrata. Fin del patético bailongo en la pista. Entre un parpadeo humeante de luces se desliza más conflictivo, polémico, nefasto y tierno.Cuando fray Jerónimo Gracián fue a ver a Beas a santa Teresa, cosa que antes nunca había hecho, aunque lo deseaba harto, la autora de Las moradas recibióle con este cartel: "Susceptibles abstenerse". Pedro Ruiz desempolva tal mensaje porque, a su parecer, los espectadores amarían muy mejor no dejándose embobar, que en este campo del humor pueden muy bien resistir a lo bestia, ya que, cuando hay flaqueza sobre la marcha, se siente un desmayo que ni deja hablar ni menear. El empieza por dar ejemplo: habla y se menea con belleza torera, introduce la melancolía del rabo de Paquirri, da y toma cuernos abundantes con embustes graciosos.
Una sola cosa quiere decir para que por ella saquen los otros las demás: "Ser o no ser". Y en seguida queda entendido que hay que considerar sospechoso aquello que pudo ser. Apartando sotanas, galones y pitos, se interna por los orificios prohibidos con santo espíritu: de Superman al nuncio apostólico. Es Sara, anodadada, poniéndole la tilde viciosilla al cono Sur. Es José María García, frente a la eternidad del crujido sellado, entrevisto como preservativo para forofos noctámbulos. Es la pestaña de un travestido que trenza, por amor propio, una salvaje corona de espinas destinada a la tumba de Sal y Pimienta. Es el naufragio de las luciérnagas coronadas y rosas en las incalculables orejas del príncipe Carlos. Es el tralalí bíblico del bailarín Antonio. Es la mozuela de la alta soledad que va en pos del imperio hacia Dior. Es ser Pedro y tenerlo Ruiz.
Es, además, el pasmo de Hermida de espaldas a un monaguillo gallego, Martín Villa bailando el baile de los pajaritos, Pujol con lengua bífida, el marqués de Villaverde disertando acerca de Lo que el viento se llevó, Susana Estrada como mujer folleto, Raphael, Bécaud, anuncios suaves y atronadores, Guerra, Lauren Postizo, Serrat, Carrillo, Manoleón Fraga, Mamen Maura, Pinochet, Suárez, Leopoldo, Mandolino Lavilla...
Todo eso es Pedro Ruiz, más muchos otros seres que hemos ido perdiendo por el camino. El desfile tiene cierta carencia de cohesión y la necesidad de un ritmo menos jadeante. Pero, pese a ello, el ebrio mayoral de esta manada se yergue como un tipo rebosante de talento, irreverencia y radicalidad.
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