La guerra santa islámica
LA «GUERRA santa» proclamada en La Meca por la cumbre islámica es, afortunadamente para todos, una versión mucho más moderada de lo que el viejo vocablo mahometano yihad- literalmente, gran esfuerzo- significó en su tiempo: matar y morir para extender sobre la Tierra los derechos de Alá. Lo que significa ahora es una presión económica y política, a partir del «arma del petróleo», para la recuperación de los territorios ocupados, entre los cuales no sólo se encuentra Jerusalén, sino también Afganistán. Es una «guerra santa» fría: contradicción de términos que nos demuestra que tambiérrentre los árabes existe hoy la separación entre el vocabulario y su sentido. Y que explica también algunas de sus graves limitaciones políticas externas e internas. La ausencia de varias naciones islámicas -entre ellas el Irán de los chiitas, donde el ayatollah Jomeini se esfuerza en dar todavía a la «guerra santa» su significado total- representa una debilidad insalvable, pero la división no se manifiesta sólo entre naciones presentes y ausentes, sino entre las presentes.El discurso dramático del representante de Líbano pidiendo solidaridad, que nunca ha obtenido, para la situación de su país, que, está a punto de desintegrarse, es una muestra de cómo en cada país hay más deseo de estabilizarse a si mismo . y de evitarse los daños de la verdadera guerra, y aun el compromiso definitivo, que de una acción común verdaderamente eficaz. La misma «arma del petróleo» está lejos de servir los intereses generales, sino la riqueza de algunos países, y sobre todo de algunas dinastías.
La cumbre árabe no ha ido más allá en sus afirmaciones de lo que ya se conocía; si acaso, una dureza mayor de lenguaje, un reconocimiento de la OLP y los derechos de los palestinos a regresar a sus territorios previamente liberados y una condena más fuerte de lo que en general se esperaba contra la Unión Soviética. Mientras, el tema de Egipto se trataba con moderación y discreción.
Su significado mayor es el de explicar a las grandes masas islámicas que sus aspiraciones no han sido olvidadas por sus dirigentes, que las respaldan y las encabezan, y, por tanto, que no son necesarios esfuerzos revolucionarios como los de Irán, que resultan contraproducentes para todos. Vista de esta forma, la cumbre sería una moderación, una contención, encubierta por el lenguaje. Existe también en ella la intención de decirle a Reagan y Haig que una política más favorable a Israel que la mantenida por Carter resultaría imposible y alteraría probablemente la actual situación de negociaciones. No parece que sea esa la intención inmediata de los habitantes de la Casa Blanca, aun con Kissinger dentro, que, por razones de la vieja cepa anglosajona protestante blanca en que basan su nacionalismo americano, pueden ser mienos sensibles a la presión judía interior y tratarían el tema de Israel más en el sentido de utilizarlo como cabeza de puente de Estados Unidos en la zona que en el de respetar su independencia política y respaldar unos actos que podrían comprometer seriamente a Estados Unidos. Pero esto es todavía demasiado prematuro para poderio afirmar de una manera concreta.
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