Las nacionalidades
Por obra y gracia del consenso, se nos acaba de imponer a los españoles, en una de las últimas sesiones plenarias del Congreso, si Dios y el Senado no lo remedian, una cruel y dolorosa dualidad.Es ella la que en el futuro se habrá de elegir entre sentirse español pura y simplemente, o en un ente híbrido, porque nació en Madrid y, sin embargo, tiene su anclaje por el quehacer diario en cualquiera de las regiones de España, que ahora se pretende tengan también tratamiento de nación. Una región a la que se ama entrañablemente, porque hasta ahora no supuso contradicción con España, porque no tuvo fronteras ni aduanas, como ahora se insinúa, porque sus costumbres, usos y disposiciones legales no eran opuestas, ni mucho menos, a aquellas otras de marco nacional.
Sin embargo, ahora se nos va a exijir a los nacidos en el centro de España, pero que venimos desarrollando la vida en cualquiera de sus queridas regiones, en las que quizá nacieron sus hijos, a escoger entre ser de Madrid o de Lugo, de Bilbao o de Barcelona.
Hasta nuestro sentimiento se repartía entre la patria grande y la patria chica, porque España no estaba dividida en nacionalidades. Ahora tendremos que decidir entre una u otra nacionalidad, entre una u otra bandera -ya se quemaron muchas-, hacia una u otra lengua, hacia una u otra ley emanada de cada Gobierno. Y esto es un trauma muy serio, un trauma que nos llena de amargura, porque no tiene solución. No se puede amar con la misma vehemencia a dos banderas que se dicen nacionales, de la misma forma que no puede amarse con idéntica pasión a dos esposas o, simplemente, para que todos lo entiendan, a dos mujeres. Cada caso tendrá sus distingos, sus facetas, sus peculiaridades, y con estas particularísimas formas del sentimiento no se puede jugar, si nos referimos al que se experimenta con relación a España.
Yo pediría a quienes en el Senado o en la sesión conjunta de las Cortes tienen todavía en su mano la trascendente oportunidad de cambiar en la Constitución el término nacionalidades por el de regiones autónomas, mediten ampliamente sobre la profundidad del tema.
La hora de la demagogia o de caer simpático a uno u otro grupo parlamentario debe olvidarse para siempre. Debe darse un paso firme, reposado y sereno hacia esa actitud clarificadora que nos evite en un futuro que puede ser muy próximo el colapso de lo que tantos esfuerzos costó al pueblo de España para alcanzar su unidad.
El inscribir en nuestro texto constitucional el término excluyente de nacionalidad o, el más acertado y aceptado, de región autónoma, que engloba, sin embargo, todas las justas aspiraciones regionales, podrá evitar, aparte de la dolorosa dualidad a que nos referimos en estas líneas, la quiebra y la rotura políticas del país con todas sus penosas consecuencias.
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