España contra España, otra vez
La selección de Luis De la Fuente ha demostrado que puede ganar a cualquiera, lo cual no impide que ese misma cualquiera nos pueda arruinar el carnaval


Supongo que echo de menos aquella España tragicómica que nunca se sentía favorita en los grandes eventos internacionales, si acaso en Eurovisión, casi siempre con desastroso desenlace. El nuestro era un país que confiaba en Sergio Dalma, o en Serafín Zubiri, mientras sospechaba abiertamente de Rafael Gordillo, Manu Sarabia o Pep Guardiola. Un país de toreros que ante la duda prefería aplaudir al toro, como sugirió en cierta ocasión Luis Aragonés. A él le debemos una gran parte de aquella osadía: la de poner a los mejores para poder mirar de frente al resto de grandes selecciones, aunque por estatura nos faltasen dos palmos para cumplir fielmente con el requisito.
España está de moda otra vez. Se siente fuerte, poderosa, favorita. En la calle, en los quioscos y hasta en el caminar sereno de esas señoras mayores que van a misa de ocho con gafas de sol, se respira esa mezcla inconfundible de optimismo y soberbia que suele abrirse paso en nuestro país cuando la selección enlaza victorias sin esfuerzo aparente. Todo nos parece bien, incluso rezarle al balón, porque los análisis se convierten en profecías y a los futbolistas se les viste de santos para desvestir a quien sea necesario, ya lo dice el refrán. ¿Y por qué no nosotros?, dispara el reflejo estilizado que nos devuelve cualquier escaparate. Preguntas de nuevo rico que nunca se haría la España de antaño.
Nos gusta tanto ganar que a veces no controlamos los tiempos. Vamos un paso por delante de las predicciones más optimistas porque España va bien, lo dice hasta Donald Trump, que confunde el fuera de juego con la frontera. Y ahora mismo el país entero parece dispuesto a creerse el próximo rey del fútbol, aunque todavía falte un año para el próximo Mundial y el correspondiente torneo para confirmar que, esta vez sí, sabemos lo que nos hacemos. No son malos antecedentes presentarse a la cita como actuales campeones de Europa y tras una clasificación hasta ahora inmaculada. En cierto modo somos como esos fumadores que juran haber dejado el tabaco en cada calada, que siempre es la última: el triunfalismo es, de repente, nuestro vicio nacional tras una larga travesía por el desierto llamando oasis a los estancos.
No pasa nada por mostrarse abiertamente optimistas, pero siempre con discreción: los bueyes delante del carro y no al revés. Se puede festejar el momento sin necesidad de organizar un desfile, analizar sin coronar, disfrutar sin jugarse la universidad de los críos en apuestas que damos por seguras. La selección de Luis De la Fuente ha demostrado que puede ganar a cualquiera, lo cual no impide que cualquiera nos pueda arruinar el carnaval. “Cuidado con la fiesta anticipada, que nos la quitan del fuciño”, dice la primera carta del apóstol San Arsenio a los coruñeses. Nueva o seminueva, esta sigue siendo la misma España que, al primer tropezón, te convierte el entusiasmo en autopsia.
Sentirnos al fin favoritos tiene algo de alivio, hasta que llega el momento de demostrarlo. Es ahí donde el aplauso preliminar se convierte en plomo, una losa invisible que ha aplastado futbolistas tan buenos como los nuestros en cualquier latitud imaginable. Pregunten en Francia, Alemania, Inglaterra, Argentina o Brasil. Sería un gran paso que nuestros jugadores se presenten en Estados Unidos sin el ruido de fondo que siempre acompaña a los himnos y a los adjetivos. Y ojalá campeonemos, aunque solo sea por demostrar a los desencantados del Bailar pegados que el entusiasmo no siempre conduce a la ruina.
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