Relato de un ascenso a través de los 7.965 días en los que el Real Oviedo tuvo el alma del fútbol en sus manos
El club azul regresa a Primera después de más de dos azarosas décadas en las que llegó a caer a la Tercera División y culminó una ampliación de capital


Para entender lo que significa este ascenso para el Real Oviedo hay que viajar atrás en el tiempo. 21 años, 9 meses y 19 días, en concreto. El domingo 31 de agosto de 2003, el club de la capital del Principado de Asturias saltaba al césped del nuevo Carlos Tartiere para enfrentarse al Mosconia de Grado en un encuentro que atrajo a algo más de 4.000 personas. Se celebraba la primera jornada del grupo dos de la Tercera División y los azules estaban en el momento más bajo de toda su historia: últimos, con menos seis puntos por una sanción federativa por impagos.
Cuando sonaron los primeros acordes del himno del club —que arranca con gaitas y se reproduce antes de la salida del equipo al césped— la hinchada sintió un respingo. Era una sensación desconocida. El inicio de aquel partido tan poco aparente —venían de 13 años viendo fútbol de Primera y dos de Segunda— significaba que el Oviedo seguía vivo.
A pesar de haber descendido dos categorías en la misma temporada —una por deméritos deportivos, otra por la gestión económica—; a pesar de que el Ayuntamiento de la ciudad decidió darlo por muerto y fundar otro club que imitaba el escudo original e incluso fichó a algunos de los ídolos de la historia azul; a pesar de tener la hucha tiritando —el entrenador tenía su mesa de trabajo junto a un urinario, ya que el baño era una de las pocas salas del estadio con luz natural—; el Oviedo salía a competir e iniciaba una etapa que se ha cerrado con el ascenso a Primera División.
Aquel partido de 2003 acabó con victoria local por un gol a cero. Una patada al aire de un defensa rival permitió la primera alegría en mucho tiempo para la sufrida hinchada oviedista, que muy pronto se reencontró con la tragedia. El 8 de noviembre fallecía Armando Barbón —uno de los jóvenes jugadores que había decidido quedarse— en un accidente de tráfico en el que murieron otras dos personas. Tres años antes, aún en Primera, el eslovaco Peter Dubovský había perdido la vida tras caerse en una catarata durante sus vacaciones en Tailanda. Era como si una maldición acechara la camiseta.


La primera temporada en Tercera unió al oviedismo —llegaron a juntarse más de 17.000 personas para ver el encuentro ante el equipo creado por el alcalde— y recuperó unas esencias que hacía tiempo que no se veían por las gradas del Tartiere. La gente iba a animar y a arrimar el hombro. Con lluvia, con nieve —fue noticia el día en el que los aficionados bajaron a limpiar el césped para que se pudiera jugar— y con sol. El equipó se proclamó campeón de su grupo y, en una calurosa tarde de junio, se le escapó el ascenso en la eliminatoria decisiva ante el Arteixo gallego. El nivel de dramatismo que se vivió en los siete minutos que transcurrieron desde que el Oviedo marcó el 3-2 hasta que llegó el final del partido (habían perdido 1-0 en la ida y por aquel entonces los goles fuera valían doble en caso de empate) es difícil de describir. No así el sonido que siguió al pitido final: se podía escuchar la tristeza.
Sin embargo, aquel año en Tercera sentó las bases de una nueva forma de entender la pasión por el club y un renovado sentido de pertenencia. La afición apoyaba en lo que podía —el que era fontanero, echaba un cable con la fontanería; quien sabía hacer páginas web, las hacía; y quien tenía una furgoneta para llevar la ropa a la lavandería, la prestaba— y, en el campo, aprendió a aplaudir cada acción de los suyos —una grada que pitó en su día a Prosinecki, por ejemplo—.
Pero, aún más importante, aquel año en Tercera enseñó al oviedismo a luchar no solo por su equipo, sino por cómo quería que fuera su equipo. Tras el ascenso a Segunda B en 2005, una serie de catastróficas juntas directivas —llegó a tener un presidente en paradero desconocido y en busca y captura por incumplir los pagos de dos condenas por fraude fiscal— hicieron que el club vagara por la categoría de bronce, descendiera de nuevo a Tercera y volviera a ascender. Fueron años en los que la grada peleó sin descanso contra los gestores, demandando que el club se rigiera por los valores con los que se había reencontrado en 2003.

Y entonces llegó 2012. Con la ayuda del Ayuntamiento —con otro alcalde del mismo partido político que el de 2003— y la presión de la afición, se situó al frente del club un consejo de emergencia que planteó una ampliación de capital a vida o muerte. El Real Oviedo necesitaba dos millones de euros para sobrevivir. Tanta era la pasión acumulada en los seguidores azules que aquella campaña dio la vuelta al mundo. The New York Times llegó a dedicarle un amplio espacio en su edición impresa. “El intento de salvar a un club de fútbol se vuelve global”, tituló el diario estadounidense. Se habilitó una web —hecha por un aficionado— en ocho idiomas —traducida por hinchas de otros países— para la compra de acciones al precio de 10,75 euros. En total, 36.962 personas de 86 países compraron cerca de 2 millones de euros en títulos de la entidad. Ante la avalancha de pequeños ingresos, Paypal llegó a suspender durante unas horas la cuenta del club por la sospecha de que se estaba llevando a cabo alguna actividad fraudulenta. Casi acabado el plazo de la ampliación, el grupo Carso, propiedad de Carlos Slim, inyectó otros dos millones, haciéndose con la mayoría accionarial.
Dos años después, el club regresaba a Segunda División. Parecía que sería un paso fugaz hacia la máxima categoría, pero cada año, cuando se acercaba el final de temporada, algún evento terminaba enturbiando el ambiente y dejando al equipo sin opciones. Incluso coqueteó con el descenso en el año de la pandemia. En julio de 2022, el grupo Pachuca se hizo con el control del 51% de las acciones de la entidad —el 20% sigue perteneciendo a Carso y el 29% restante a pequeños accionistas—.
En el verano de 2023 se anunció el fichaje de Santi Cazorla. El canterano azul —ex del Villarreal, del Málaga o del Arsenal— regresaba a casa cobrando el salario mínimo y, como si de un chamán se tratara, cambió con su permanente sonrisa el humor y el aura del equipo. Un desastroso inicio de temporada desembocó en la llegada de Luis Carrión al banquillo. La calma de Carrión y la sonrisa de Cazorla sazonaron una receta que se había empezado a fraguar en aquel verano de 2003 y que desembocó en una explosión de alegría y oviedismo en Asturias en general y en el Tartiere en particular. “Tenemos que dejar de ser perdedores”, dijo el técnico semanas antes de que el ascenso se escapara en la última ronda del playoff. Tenía razón. Pero no era una cuestión de miedo. Era la hemeroteca, que pesaba mucho.

Carrión abandonó al equipo rumbo a Las Palmas y dejó al club en la melancolía. Calleja, su sucesor, lo mantuvo en parte alta de la tabla, pero no terminó de enganchar con la grada. Cuando faltaban 10 jornadas para el final, Paunovic se hizo cargo de un equipo que ha firmado un último tramo de liga y un playoff casi perfectos y en el que Cazorla se ha erigido como faro tanto para sus compañeros como para la hinchada. Su bonhomía y su permanente sonrisa han sido casi tan importantes como su talento futbolístico.
El Real Oviedo ha vuelto a Primera 24 años después tras vencer al Mirandés en la eliminatoria decisiva. Las cosas, vistas con perspectiva, no le han salido tan mal: tener una historia tan singular es de un valor incalculable. Su afición ha trabajado en este tiempo para que fuera posible. En el camino, ha recuperado la sonrisa. Es el cierre perfecto para una etapa fascinante, dolorosa y vibrante. Las lágrimas del Tartiere son hoy, por primera vez en mucho tiempo, de alegría pura.
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