La gentrificación del fútbol: ¿Deporte para el pueblo o negocio para la élite?
Hoy el acceso al estadio se mide por el poder adquisitivo, no por la pasión. Se reemplaza la horizontalidad de la hinchada por la jerarquía del palco, y la comunidad futbolera por nichos de mercado

Una noticia reciente debería hacer pensar a cualquier amante del fútbol: el Fútbol Club Barcelona ha vendido más de tres mil asientos VIP por más de trescientos millones de euros. Esta operación no es solo una operación financiera; es una metáfora descarnada de la transformación del fútbol en una máquina de extracción de rentas, una plataforma de entretenimiento para ejecutivos y una experiencia premium para turistas y élites económicas. Lo que está ocurriendo en el Camp Nou —o Spotify Camp Nou, como exige la nueva liturgia de la mercadotecnia— es otro episodio más de la gentrificación del fútbol, término que describe cómo los barrios populares son paulatinamente desplazados por la especulación inmobiliaria, reemplazando a sus residentes de toda la vida por franquicias comerciales, alquileres inaccesibles y apartamentos turísticos. Esta misma dinámica se aplica a los mega estadios futbolísticos. Las gradas populares se transforman en palcos con servicio de catering, los cánticos espontáneos en himnos impersonales, el abono familiar en una experiencia VIP con acceso exclusivo. Todo ello con una lógica que acaba con un resultado implacable: la progresiva expulsión del aficionado tradicional para dar cabida al cliente con mayor poder adquisitivo.
Lo que el Barça acaba de hacer no es un invento nuevo. Ya lo hizo antes el Arsenal, cuando se cambió el nombre de su estadio de Highbury a Emirates Stadium o el City of Manchester Stadium al Etihad Stadium. Lo ha hecho también el Real Madrid, que tras su faraónica remodelación del Bernabéu promete más emociones para los patrocinadores que para los socios. Y lo ha perfeccionado la Premier League, donde ver un partido en directo cuesta más que una suscripción anual a tres plataformas de streaming. Aún y así, las retransmisiones televisivas a través de operadoras que emiten en cerrado establecen precios prohibitivos para la mayor parte de la población. En todos los casos, la lógica es la misma: optimizar ingresos, fidelizar clientes premium, y transformar el fútbol en un producto audiovisual de lujo, mucho más rentable que ese desorden pasional que eran las gradas del pasado.
La venta de los asientos VIP en los estadios es solo la punta del iceberg. A ello se suman los abonos imposibles, las restricciones de acceso, los horarios pensados para Asia, las sanciones por desplegar pancartas críticas, la prohibición de beber, de cantar, de protestar. Un estadio convertido en centro comercial, vigilado por cámaras, gestionado por algoritmos y diseñado para que nadie se salga del guion. ¿Es esto el futuro del fútbol?
La justificación que se aduce para esta transformación es que es necesario para “competir”. Que, si no se suben los precios, si no se reforman los estadios, si no se abren los brazos al capital extranjero, el club corre el riesgo de dejar de ser competitivo. ¿Pero de qué club hablan? ¿Del mismo que nació como una comunidad de vecinos, como una hinchada de barrio, como una expresión viva del arraigo y la identidad local? ¿O hablan de una sociedad anónima, con sede en un país del Oriente Medio y vocación global, donde los resultados financieros pesan más que los deportivos?
Lo más grave es que todo esto se ha hecho sin apenas resistencia. Se nos ha vendido la idea de que el fútbol debía modernizarse, profesionalizarse, internacionalizarse. Que el hincha es necesario, pero no suficiente. Que la emoción se puede alquilar por streaming y que la fidelidad se mide por la compra de camisetas. También colonizado el lenguaje: ya no se habla de socios, sino de stakeholders; no de pasión, sino de “experiencia de usuario”. Y, mientras tanto, los verdaderos artífices del fútbol —los que lo mantienen vivo en la grada, en los clubes de barrios, en las peñas— son progresivamente apartados, no solo de los asientos en el estadio, sino también del sofá de casa.
Lo preocupante no es que los clubes busquen estabilidad económica o modernicen sus instalaciones. Lo que preocupa es constatar que el fútbol, que durante décadas fue uno de los pocos espacios auténticamente democráticos —donde ricos y pobres compartían grada, emoción e identidad—, está dejando de serlo. Hoy, el acceso al estadio se mide por el poder adquisitivo, no por la pasión. Se reemplaza la horizontalidad de la hinchada por la jerarquía del palco, y la comunidad futbolera por nichos de mercado. El fútbol deja de ser un lugar de pertenencia colectiva para convertirse en un espectáculo selectivo y estratificado, donde muchos ya no pueden entrar.
La gentrificación del fútbol es, en última instancia, una forma de amputación no solo económica para las clases populares, también es una amputación cultural: estadios relucientes, repletos de turistas y de lujo, pero cada vez más con menos de identidad local; con millones de camisetas vendidas, pero para coleccionistas que no las sienten genuinamente. Como ya son muchos barrios de Barcelona o Madrid: barrios opulentos, pero sin identidad.
La voracidad económica de las principales organizaciones futbolísticas no solo amenaza con echar de los estadios a los seguidores, sino que también puede tener consecuencias aún más graves. La reciente creación de nuevas competiciones como la UEFA Nations League y el Mundial de Clubes organizado por la FIFA, si bien generan pingües beneficios, lo hacen a costa de la salud de los jugadores y de otras competiciones locales. Esto desarraiga a los aficionados de “sus” competiciones en aras de una globalización que podría socavar la base social sobre la que se sustenta el negocio futbolístico.
José Luis Pérez Triviño es director de “Fair Play. Revista de Filosofía, Ética y Derecho del deporte”. Catedrático de Filosofía del Derecho. Universidad Pompeu Fabra (Barcelona).
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