Dame veneno que quiero morir, Guardiola
El fútbol será un lugar distinto cuando el de Santpedor cuelgue la pizarra, no sé si mejor o peor. Su idolatría por Michael Jordan nos empuja a pensar que todavía pueda quedar un último baile

Cuando Pep Guardiola abandone los banquillos y se vaya a su casa (o a la mía, lo que él prefiera) recordaremos como una tremenda anomalía el hecho de haber tenido una mala temporada: esa es la noticia que tanto reconforta a quienes se entretienen con el enunciado sin prestar suficiente atención al fondo del asunto. No ha ganado nada, ni un solo trofeo de hojalata que morder por las mañanas, con el desayuno, en una temporada que todavía reserva la bala del nuevo Mundial de clubes auspiciado por la FIFA para quienes comenzaron el curso con las más altas expectativas y se encuentran con tres o cuatro asignaturas por recuperar en junio. Quizás no sea suficiente para él, quién sabe.
No ha podido revalidar el título de liga, convertido el último lustro en tiranía, y cayó con cierto estrépito en Europa frente a un Real Madrid que no parecía gran cosa, pero que sigue siendo el Madrid: ese equipo que encuentra el camino hacia la victoria cuando más perdido parece. En la final de la FA Cup, disputada el pasado fin de semana, certificó el desmoronamiento de un imperio que comenzó la temporada volando y la termina gateando, empujado al fondo del barril por la lesión de Rodrigo y su fidelidad hacia los viejos rockeros que pusieron música a sus partituras. Menudo pringado el Pep, que no supo anticipar la decadencia de los Walker, De Bruyne, Gündogan y compañía. El fútbol es una ciencia tan complicada que nunca sufrirá escasez de soluciones sencillas ni gente que las grite.
Todos vieron venir lo que Guardiola no fue capaz de anticipar. Y no es la primera vez que esto ocurre: también en sus temporadas de mayor éxito lo acompañaban un coro de voces que nos advertían de que sus equipos ganaban porque tenían que ganar. Cómo no hacerlo con un proyecto construido a base de millones, el único club del mundo donde la suma total del dinero gastado en verano e invierno te anticipa los resultados deportivos a cosechar en primavera. Lo deslizó Jorge Valdano con ironía en una ocasión, puede que en varias: el City de Guardiola jugaba contra pobres y el fútbol es uno de los pocos reductos que todavía quedan en el planeta donde el gran público no parece dispuesto a consentir la desigualdad. Así cualquiera, Guardiola. Así cualquiera.
Va a ser cierta aquella leyenda de que Guardiola no cae bien. Por mear colonia, por independentista, por culpa de los guardiolistas… Por lo que sea. Quizás por no llevar bigote ni tener las manos llenas de callos. O por no haber trabajado en la obra y despacharse en el banquillo como esos capataces malhumorados que mandan parar para el bocadillo y vuelven al tajo diciendo a los suyos que, por favor, pongan sobre el cemento todo lo que hay que poner. Tampoco ayuda que hable de fútbol sin recurrir a los territorios comunes, esos que entiende todo el mundo, incluido Fabio Capello, convirtiendo así el deporte más popular de la historia en un capítulo largo de El Orden Mundial o cualquier otro podcast de geopolítica, ingeniería de caminos o filosofía: dame veneno que quiero morir, Guardiola. O, al menos, algo parecido al true crime.
El fútbol será un lugar distinto cuando el de Santpedor cuelgue la pizarra, no sé si mejor o peor. Su idolatría por Michael Jordan nos empuja a pensar que todavía pueda quedar un último baile. Porque Guardiola no ha muerto. Tan solo ha tenido un mal día, un mal año, un mal sueño, precisamente él que ha sido, de tantos, la pesadilla.
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