Jesús Herrada se impone en la Laguna Negra en la etapa de la Vuelta a España
El corredor conquense del Cofidis consigue el primer triunfo parcial para un ciclista español en la edición de la carrera de 2023


Jesús Herrada alcanza la cima el primero y se deja caer nada más cruzar la última línea. Le agarra entre sus brazos su masajista y allí se queda, en el suelo, la cabeza caída hacia atrás como si la pareja posara para Miguel Ángel, dientes blancos perfectos, labios ceniza, boca entreabierta, jadeante al ritmo de su corazón enloquecido. La Piedad. La vida. Una imagen que vale una etapa sosa. Sepp Kuss sigue de rojo. Los Jumbos se recuperan y cercan a Remco Evenepoel de blanco. Se citan para el viernes en el Tourmalet. La Vuelta, entonces, respirará.
El pelotón remonta el padre Duero hasta sus fuentes. Tierras altas de Soria. En un puente de la autovía, llegando al Burgo de Osma, en el arcén, un buitre leonado del río Lobos, ahí cerca, está posado, inmóvil, atónito, despistado, derrotado por tanto asfalto. No intenta volar, tampoco cruzar andando la carretera. Este mundo no es el mío, parece decir, el pensamiento de las especies en vías de extinción, ni este calor estúpido, como lo podrían decir también los ciclistas, tan antiguos sobre sus bicicletas, tan modernos los chirriantes colores de la tecnología que les disfrazan. Luce marcas como Ineos, Bahrein, UAE, empresas, países, que viven de los hidrocarburos, los combustibles de los centenares de coches, de los helicópteros, de las motos, los autobuses, que hacen de cualquier carrera un atentado contra el equilibrio ecológico. La Vuelta, los horrores y chapuzas de la salida de Barcelona, de la llegada a Montjuïc, de la farsa de Caravaca, los efectos de tormentas y calores cada vez más extremos, es víctima de su propia obra. Las carreras ciclistas no son la solución contra el cambio climático, son parte del problema, pero el pelotón pequeño, los veintitantos escapados, cautiva, pasados robledales, sabinas, y la triste imagen de las torres del pueblo sumergido de La Muedra sobre las aguas escasas del embalse de la Cuerda del Pozo, cuando se zambulle en los pinares umbríos de las lomas hacia la Laguna Negra de aguas verdes, reflejo de los pinos que la envuelven, sus copas brillantes.
Sacando los hígados a sus compañeros de fuga en los falsos llanos camino de los picos de Urbión, les comanda Pippo Ganna, el dios de la pista y de la contrarreloj. Al día siguiente de su poema vallisoletano a 56 por hora, el piamontés, generoso como las tierras sobre las que rueda, como la gente sobria de Soria, callada, taciturna, diálogos de monosílabos, trabaja para su compañero Geraint Thomas, que no es un don nadie, el Tour de Francia del 18, y el trabajo para Froome siempre, entre sus perlas, que no se encuentra en su segunda Vuelta. “Es una Vuelta de altos y bajos. Más de bajos, más por el suelo, por las caídas, que de pie”, decía el día de descanso el galés, rey de la ironía que cuando recibió el maillot solidario, un símbolo que se entrega diariamente al corredor más generoso, sonrió y dijo: “Será lo único que gane esta Vuelta”.
Profético. Cuando Ganna termina de machacar el asfalto y le dice, todo tuyo, a por la victoria, Thomas se hace el remolón. Espera movimientos de los rivales para contrariarlos. Se siente vigilado. Una docena de ojos clavados en su espalda. Tampoco está tan vivo el galés, que apenas reacciona cuando acelera Caicedo. Luego tira en lo más duro, al 13%, y se cansa en vano. Lanza el sprint para Herrada, de Mota del Cuervo, la Mancha de Cuenca, paisajes de estepa, no tan lejos, también callado. Otra Castilla, tan igual. Primera victoria de etapa española. Tercera en unas cuantas Vueltas del ciclista de Cofidis, un especialista que, a los 33 años aún se emociona, y suelta una lágrima cuando le dedica la victoria a su amigo Jesús, de Mota, muerto hace nada.
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