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Relatos de un amateur
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La lección del sherpa Tenzing Norgay

El guía hubiera preferido regresar del Everest como un escalador anónimo por la trifulca política y la pregunta recurrente sobre quién había alcanzado primero la cima

Vista panorámica de la estatua de Tenzing Norgay en Namche, uno de los puntos de referencia famosos y punto de vista para el turista durante el trekking del campamento base del Everest en Nepal.
Paco Cerdà

Los deportes con épica real son aquellos en los que planea la muerte o la agonía del sufrimiento extremo. Me lo advirtió una vez mi cuñado, que ha subido los doscientos tresmiles de los Pirineos, y esa idea me convenció. Sucede con el boxeo, con Jimmy Doyle muerto a golpes por los puños de Sugar Ray Robinson en la lona de Cleveland. Pasa con el ciclismo, con Tom Simpson reventando en el árido, tórrido y serpenteante Mont Ventoux. Ocurre con el maratón y la leyenda del soldado Filípides, que murió tras llegar a Atenas en un mito que todavía asusta al calzarse unas zapatillas. Incluso rodea a la Fórmula 1, con el recuerdo de aquella mirada perdida de Ayrton Senna antes de estrellarse en la curva de Tamburello. También pasa con el ajedrez y esa muerte mental llamada locura que destrozó la vida de genios como Paul Morphy o Bobby Fischer. O con la gimnasia artística y su martilleo repetitivo para modelar, como blanda arcilla, la fina carne adolescente como la de aquella pequeña comunista que no sonreía nunca y que alcanzó la terrorífica perfección en Montreal ‘76.

La gran épica deportiva no va de ganar y perder; va de morir o sobrevivir. No atiende a estadísticas, resultados y cuadros de honor, tan pedestres y vulgares, de tan efímera memoria. La verdadera épica responde al drama. A la tragedia. A la esencia —que es la emoción, jamás el triunfo— de las grandes historias, de los grandes relatos. Eso late en las montañas. Por eso evocaremos siempre la historia más trágica del Nanga Parbat, la montaña asesina que labró para la eternidad la vida de los hermanos Reinhold y Günter Messner. Un hermano muerto en el descenso; el otro —legendario alpinista, acusado de haber abandonado a su hermano— salvándose con un mítico descenso en solitario. Esquilo, Plauto, Shakespeare. Todo está ahí.

Monte Everest, la cima del mundo, a 8.848 metros de altura, entre Nepal y el Tíbet, región autónoma de China.

El Everest es la cima de este drama. Unas 350 personas se han dejado la vida en sus laderas. Hubo un tiempo en que el Everest fue una frontera real. La divisoria que separaba los hombres comunes de los héroes inmortales. Su cima la conquistó Edmund Hillary en 1953. No subía solo. Iba con un sherpa cuyo nombre casi nadie recuerda. Se llamaba Tenzing Norgay. Ahora, su hijo, también sherpa del Everest, llamado Jamling Tenzing Norgay, ha escrito un libro bello titulado Más cerca de mi padre. El viaje de un sherpa a la cima del Everest (Capitán Swing). Es el primer relato sobre la ascensión a la montaña más alta del mundo desde el punto de vista de los pueblos indígenas: aquellos que se ganan la vida y se la juegan para que otros cumplan un sueño, una ilusión.

Su padre, cuando era joven, le intentó quitar de la cabeza su pasión montañera. Quería que el chico estudiara. “Yo escalé el Everest para que tú no tuvieras que hacerlo”, le dijo. Quería transmitirle el miedo a esa montaña preñada de cadáveres que han sido engullidos entre un silencio que solo rasga el viento, el crujido de las botas en la nieve y la respiración jadeante de los aventureros y sus sirvientes. Pero sus amenazas resultaron vanas. El hijo ha sido un sherpa. Ha escalado el Everest. Ha visto a cientos de sherpas cargar peso, fijar cuerdas, abrir huellas, asumir los riesgos y el trabajo —es decir: la aventura— que los ricos se ahorran a base de billetes. Así es el nuevo alpinismo de la era Instagram: cordadas masificadas con más de 300 escaladores. Así es la nueva vida, aquí en la tierra como en las nubes.

Al rememorar la vida de su padre, cuenta cómo una vez le confesó que hubiera preferido regresar del Everest como un escalador anónimo por la trifulca política acerca de banderas y nacionalidades y, sobre todo, debido a la ansiosa pregunta de quién había sido —Edmund Hillary o el sherpa sin nombre— el primero en pisar la cumbre del Everest, aunque solo fuera por unos centímetros o unos segundos. La pregunta no cesaba. Quién había sido el primero. Ambos acordaron decir que habían llegado “casi a la vez”. Luego, para sofocar la polémica que despertaba ese ambiguo “casi”, el sherpa proclamó que Hillary había coronado la cima unos segundos antes que él. Lo dijo para que lo dejasen en paz. Y porque la espiritualidad tibetana invita a ofrecer a los demás la victoria y las riquezas y a quedarse uno con la derrota y la pérdida. El sherpa sin nombre nunca le confesó a su hijo lo que sucedió allá arriba porque para él no tenía sentido. Los dos subieron juntos y bajaron vivos. Ahí estaba la épica. El centímetro, el segundo: qué banal, qué occidental.

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