El otro triunfo de Luis Enrique
Lo auténtico puede causar estragos en las primeras impresiones, pero a largo plazo procura alivio al que prefiere desprenderse de la peor esclavitud del ego: lo que opinen de ti los demás


La ciencia de contar historias (Capitán Swing), de Will Storr, es un libro interesante y revelador. En él se desmenuza uno de los aspectos más sexys del poder: la narración. En las primeras comunidades humanas, la información era vital y servía para ordenar jerarquías. En el caso de que se pusiese a circular un rumor que afectase a alguien que había antepuesto los intereses del grupo a los suyos, “una ola de buenos sentimientos inundaba a los receptores de la narración”. Sin embargo, si ese rumor señalaba a alguien ruin y egoísta, predominaba una emoción que obligaba al grupo a castigar al protagonista. De este modo, la narración, la historia, el talento para ejecutarla, era la justicia en aquellas primeras poblaciones.
Lo impresionante es lo poco que ha cambiado eso. Los expertos en comunicación entre pájaros descubrieron hace años algo maravilloso: “Los cuervos no solo están atentos a los cotilleos que cuentan las bandadas vecinas, sino que prestan aún más atención cuando se cuenta la historia de algún pájaro que ha perdido estatus”. En el libro, por cierto, se relata que los grillos llevan un recuento de sus victorias y fracasos contra rivales de la misma especie. Un grillo que ha ganado varias peleas tiende a ser más agresivo y confiado en enfrentamientos posteriores. Un grillo que pierde repetidamente tiende a evitar peleas o mostrarse sumiso ante otro. El relato importa.
Cuando hace un año Movistar anunció un documental sobre Luis Enrique, tuve mucha curiosidad. Era imposible que fuese un documental al uso de los que ahora se ruedan por docenas con el beneplácito (casi la exigencia) de la influencer veinteañera de turno. La relación de Luis Enrique con los medios era de franca tensión, a ratos irritante. Pero ya, como seleccionador, se había destapado como streamer, y le había ido bien. Esta vez, sin embargo, fue más allá. Dejó entrar a las cámaras hasta el último rincón del vestuario, en donde suplicaba a Mbappé que, ante un partido decisivo de Champions, presionase con toda su alma la salida del balón del rival (“las vueltas que da la vida, el destino se burla de ti”, cantaba Yosi).
Hizo algo aún más valioso: permitió que el cuadro abarcase a su familia. Lo que su mujer y sus hijas sufren o disfrutan cada partido, cada portada de la prensa francesa, cada víspera de partido delicado. Y el recuerdo, claro, de la hija fallecida, Xana, a los 9 por un osteosarcoma. El factor humano, el tipo que fuera del trabajo tiene una vida que a veces se superpone y a veces transcurre en paralelo a la vida pública. Con naturalidad (la rajada al Barça de Xavi, la soledad de vivir en un campo de entrenamiento, el “no tenéis ni puta idea” dicho sin ironía a los que creen tenerla de fútbol), no como cuando Sergio Ramos se graba en su documental desayunando con Pilar Rubio y contesta a las preguntas de su mujer como si estuviera en una rueda de prensa.
La percepción que tenemos de Agassi es distinta desde Open porque se enseñó a sí mismo bajo la ducha con el cuerpo destruido después de una final, y nos contó que usaba pelucas por complejo de calvo, y nos dijo que su padre le drogaba de niño y era un animal sin empatía cuando el chico perdía. Es el coraje de atreverse a contar una historia lo que te hace llegar a todo el mundo. No fue tan descarnado Luis Enrique en su documental (No tenéis ni p*** idea), pero lo que dejó ver, bueno y malo, era auténtico. Lo auténtico puede causar estragos en las primeras impresiones, pero a largo plazo suele procurar alivio al que prefiere desprenderse de la peor esclavitud del ego: lo que opinen de ti los demás.
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