La gratitud del enemigo
Los aficionados de naciones perdedoras solemos tener un segundo país para que nuestras emociones lleguen lejos. Lo raro es que un jugador tenga una segunda selección


Entre las turbulencias de Rusia 2018 destaca algo que no ocurrió: Griezmann se negó a festejar su gol ante Uruguay. Esta seña de respeto suele ocurrir cuando un futbolista le anota al equipo en el que militó antes y así reconoce a la afición que una vez gritó su nombre y a la directiva que le pagó su Maserati. Lo insólito es que suceda en un Mundial, donde los legionarios tatuados en varias patrias tienen la ilusión de pertenecer a un país.
El tiro de Griezmann llevaba potencia, pero iba a las manos del experimentado Muslera; sin embargo, al tocar la pelota, el guardameta reaccionó como si los plásticos de Adidas fueran radiactivos y el balón acabó en la portería. El delantero francés no mostró su habitual sonrisa de niño en una feria. Parecía haber leído la historia más triste de Onetti.
Su reacción pudo atribuirse al pundonor profesional: desdeñaba un gol permitido por un error del portero. Otra posibilidad era más extraña, pero ya sabemos que los orígenes de los héroes son confusos: Griezmann había sido uruguayo. La auténtica explicación resultó aún más sorprendente. En una actividad donde se compite sin miramientos, un futbolista honraba a sus adversarios.
Los aficionados de naciones perdedoras solemos tener un segundo país para que nuestras emociones lleguen lejos. Desde 1970, cuando el Brasil de Pelé se coronó en el Estadio Azteca, nuestra selección sustituta había sido la verdeamarela. Los fingidos estertores de Neymar en Rusia liquidaron nuestro deseo de ser falsos brasileños.
Lo raro es que un jugador tenga una segunda selección. Cuando Griezmann llegó a la Real Sociedad a los 18 años se vio arropado por uruguayos: el entrenador Martín Lasarte, y los jugadores Carlos Bueno y Diego Ifrán. Se acostumbró al mate, los asados, las largas conversaciones sobre un paisito que no conocía. En el Atlético de Madrid le ocurrió lo mismo con el Cebolla Rodríguez, José María Giménez y su compadre, Diego Godín, defensa de leal bravura que ha salido del campo sin tres y de la Copa del Mundo sin una tarjeta amarilla.
Cuenta Eduardo Galeano que después del Maracanazo, Obdulio Varela, capitán de Uruguay, paseó por las calles de Río para convivir con los derrotados. Bebió con gente que lloraba y abrazó a las víctimas sin que ellas supieran que el consuelo venía de su verdugo. La escena ha llegado a nosotros como una leyenda similar a la de Barbosa, el portero que permitió la caída en Maracaná y supuestamente convirtió los postes de la portería fatal en leña para un asado.
El tiempo encuentra formas peculiares de pagar deudas. 68 años después de la gesta de Varela, el capitán de Uruguay era Godín. Griezmann no pudo ser su enemigo. Después de anotar, bajó la vista, como si el árbitro hubiera ordenado que la jugada fuera revisada por el VAR.
Debía ser revisada por nosotros: el fútbol existe para tener derecho a la alegría, pero es tan raro que vale más si un jugador suprime su alegría.
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