Época de magnífica mediocridad

“El fútbol no se juega sobre el papel, se juega sobre la hierba”. Bruce Arena, antiguo seleccionador de EE UU
Donald Trump, nacionalista narciso, candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos. Sadiq Khan, musulmán, flamante alcalde de Londres. Podemos en España, el Frente Nacional en Francia y Alternativa para Alemania, partidos insurgentes, conquistan votos y corazones. El Atlético de Madrid vence al Barcelona y al Bayern Múnich y llega a la final de la Champions. El Leicester City gana la Premier League inglesa. Las élites tiritan. Se rompe el orden establecido ¿Es bueno todo esto, o malo? ¿Vivimos una época de maravillas o mediocridad?
Las dos cosas a la vez. En la política triunfan los individuos o los partidos menos esperados gracias tanto a su propia luz como a la grisura de sus rivales. En el fútbol pasa algo parecido.
Fijémonos primero en el Leicester, cuya conquista del campeonato inglés se recordará de aquí a 50 años, a cien, a más. Se comparará con la victoria de Estados Unidos contra Inglaterra en el Mundial de 1950, con la de Grecia en la Eurocopa de 2004. Pero lo del Leicester fue más insólito. Una cosa es ganar un partido aislado o una breve competición veraniega; otra es ganar y ganar a lo largo de toda una temporada de 38 partidos solo un año después de haber luchado a muerte para evitar el descenso.
Una cosa es ganar un partido aislado; otra es ganar y ganar a lo largo de una temporada un año después de evitar el descenso
El fenómeno se ha analizado hasta el agotamiento. Que si disciplina, garra, solidaridad; que si pese a la evidencia demostrada a lo largo de sus 30 años como entrenador, Claudio Ranieri, ha resultado ser un genio; que si el descubrimiento de los huesos del rey Ricardo III debajo de un parking de la ciudad de Leicester en 2012, 520 años después de su muerte, ocasionó una realineación de las estrellas que determinan el destino de este pequeño club. Bien. Pero lo que no se puede eliminar de la ecuación es el fracaso de los grandes clubes que el Leicester City dejó en su camino.
Desde que comenzó la Premier League en 1992 no se recuerda una temporada en la que el Manchester United, el Arsenal, el Manchester City y el Chelsea hubieran jugado todos tan mal al mismo tiempo. Ranieri sacó lo máximo de los suyos; Louis van Gaal, Arsène Wenger, Manuel Pellegrini y José Mourinho, con equipos más fuertes sobre el papel, no sacaron ni la mitad. Uno de cada dos partidos sus equipos han parecido jugar sin ganas, o como si los jugadores se acabasen de conocer.
No tan pobre, pero a veces casi, ha sido el espectáculo que nos han dado los equipos estrella de la Champions. Llegado el momento crítico de la temporada, el gran Barcelona desapareció. Messi se puso a pastar en el mediocampo; Neymar da la impresión de que, a los 24 años, ha optado por imitar el ejemplo de sus compatriotas Ronaldo y Ronaldinho en el prematuro otoño de sus carreras, dedicándose a jugar más fuera del campo que dentro. Alguien tiene que hablar con él.
El Real Madrid que entrena Zinédine Zidane festeja haber llegado a otra final de la Champions pero lo hizo solo tras ganar por la mínima a dos equipos insulsos, el Wolfsburgo y el Manchester City. El juego de este Madrid nada tiene que ver con el de la primera mitad de la temporada pasada, lo mejor que se ha visto en el Bernabéu desde que Zidane fue jugador.
En cuanto al Atlético, es la versión turbo del Leicester. Con incluso más disciplina, más garra, más solidaridad. Dijo una vez un general francés del siglo XIX al ver una batalla en la que la caballería británica cargó contra la artillería rusa que era magnífico, pero no era la guerra. Lo del Atlético es la guerra pero no es magnífico. Todo corazón, venció a un Barcelona anémico, a un Bayern sin balas. Dentro de la loca lógica de este annus mirabilis debería ganar en la final de la Champions al Real Madrid.
Sí. Es emocionante lo que vemos hoy en la política y en el fútbol. Tanto lo del Leicester como lo de Trump ofrecen, como otros fenómenos similares, gran teatro, y gran tema de conversación mundial. Pero la novedad no siempre denota un avance en la evolución de la especie. Quizá lo que estamos presenciando, más bien, es un retroceso. En una época de magnífica mediocridad.
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