La fiebre de la línea blanca
“La idea del progreso es un mito creado por la necesidad de dar sentido a la vida”. John Gray, filósofo británico.
Aquí en la pacífica y próspera Australia existe un concepto que quizá merezca la pena trasladar a las naciones menos serenas de la tierra. Lo llaman "white line fever": la fiebre de la línea blanca. Se refiere a la propensión que tienen ciertas personas a transformar radicalmente su forma de ser cuando practican un deporte.
El caso clásico sería el de Lionel Messi, que da pocas señales de vida cuando no está jugando al fútbol pero cuando cruza la línea blanca de la cancha se convierte en un fenómeno eléctrico de la naturaleza. Otro sería el de Diego Costa, el aguerrido delantero centro del Chelsea, que —según cuentan— exhibe similar bipolaridad dentro y fuera del campo.
Pero los australianos quizá podrían haber ido más lejos; si conocieran el fútbol mejor puede que hubieran llegado a la conclusión de que esta idea de la fiebre de la línea blanca es más aplicable a la gran masa de los espectadores que a los deportistas individuales. La veremos en algunos jugadores de fútbol pero es un constante en todos los aficionados. Cruzamos la línea mental que separa nuestras vidas cotidianas de nuestras vidas futboleras y penetramos en otra dimensión. Damos un salto de una realidad a otra, del relativamente estable terreno emocional del trabajo o la familia a la furia elemental de aquel otro personaje que llevamos dentro, el que tiene como objetivo único el triunfo de su equipo. En esta circunstancia nos acercamos más que en ningún otro contexto cotidiano, con la posible excepción del sexo, al estado animal.
Será por esto que ciertos sabios nos observan a nosotros los aficionados con desdén. Dicen algunos intelectuales que el fútbol es el opio de las masas, que nos distrae de las grandes cuestiones políticas que deberían consumir nuestro tiempo y energía. Ya. Pero, ¿qué tal si en muchos casos es la ideología política la que nos imbeciliza? ¿Qué tal si es el fútbol nos conecta de manera más auténtica a las verdades eternas de la condición humana?
Es así. El aficionado vive en el mundo como es y siempre será; el ideólogo, en el mundo como quiere que sea. El aficionado entiende, sin tener que leer ningún libro, que la vida es cíclica, que hay días buenos y días malos, años de triunfos y años de sufrimiento. El ideólogo cree que que posee las herramientas para fabricar el paraíso terrenal. El aficionado, perplejo ante los caprichos de la diosa Fortuna, nunca pierde la esperanza pero su visión es, en el fondo, irónica; sabe que la derrota es tan inevitable como la muerte misma.
El aficionado es maduro; el ideólogo, infantil. Infantil y peligroso. Los del siglo pasado, motivados por el sueño de la paz universal o la civilización única, causaron las mayores matanzas de la historia. Los del siglo actual se han lanzado a la guerra en el mundo islámico, motivados también por lo que creían ser heroicas intenciones, pero sembrando solo caos, terror y muerte. Todos —sean marxistas, fascistas, capitalistas, nacionalistas— creen que el día en que se impongan sus visiones redentoras sobre la tierra el ser humano será "libre", vivirá en un mundo próspero y mejor, iniciará el camino hacia un mundo sin injusticia y sufrimiento.
El aficionado cruza la línea blanca y sus procesos cerebrales operan de otra manera. Meterse en la cabeza del aficionado significa entender, sin tener que racionalizar nada, que el sufrimiento y la injusticia son inevitables, que la cuestión es saber vivir o sobrevivir como mejor podamos, disfrutando de las alegrías y consuelos que el mundo nos ofrece día a día, partido a partido. Los aficionados somos los sabios, los que hemos interiorizado las ineludibles tristezas, los misterios y las limitaciones de la vida; los otros se creen más listos y más nobles, pero son —sin saberlo— los vendedores de opio, gente peligrosa que carece de la clarividencia y la valentía moral para reconciliarse con la verdad que el fútbol nos enseña todos los días: que mientras los seres humanos habiten el planeta tierra no habrá ni justicia perfecta, ni igualdad, ni paz universal. Mejor ser un animal sagaz que un ideólogo iluso.
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