Alterio no era de método, tampoco del método
El actor, recién fallecido a los 96 años, siempre lo dijo: “Mi método a la hora de abordar un trabajo es sudor y lágrimas”

Héctor Alterio llegó a Madrid en los años setenta cuando, amenazado de muerte por la Triple A, tuvo que huir de su Argentina natal. Pero pronto fue aceptado como uno más entre la profesión actoral madrileña, hasta el punto de que no llevaba ni un año en España cuando ya iba por los sitios donde entonces un actor conseguía trabajo. El café Gijón del Paseo de Recoletos y el Dolly de la calle Príncipe. Entonces no es que no hubiera móviles. No había forma de localizar a los actores, tan dados a pensiones y a brujulear por casa de amigos.
El espectador de teatro le descubrió en el reparto de Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga, de José María Rodríguez Méndez. A partir de ahí nunca renunció al teatro, donde se encontraba consigo mismo.
El recordado crítico teatral Eduardo Haro Tecglen, tan duro y certero siempre, se rindió ante Alterio tras ver en 2004 uno de sus trabajos más emblemáticos “Claudio es Héctor Alterio y es lo más impresionante del espectáculo”. Era sólo el primero de los elogios tras ver al actor protagonizando Yo, Claudio, de Robert Graves, bajo la dirección de José Carlos Plaza, profesional en cuyas manos se dejó caer en varias ocasiones Alterio, como en la brillante puesta en escena de La sonrisa etrusca, de José Luis Sampedro, en donde el actor y su partenaire, Julieta Serrano, brillaban con luz propia allá por 2012.
Otra de sus cumbres interpretativas la encontramos en 2009 con Dos menos, del francés Samuel Benchetrit, donde coincidió por primera vez en los escenarios con José Sacristán, con el que ya había compartido pantalla en varias ocasiones. Aquello fue un maravilloso duelo entre estos dos grandes y verlos en el escenario era uno de los grandes regalos a los que puede aspirar cualquier espectador de teatro que se precie.
Aunque también se pudo encontrar lo mismo en trabajos como El padre, de Florian Zeller, en 2016, o aquella puesta en escena argentina por los cuatro costados de El túnel de Ernesto Sábato. Sin olvidar propuestas insólitas como la que aceptó del Teatro de la Danza para representar, junto a Lola Greco, en Escorial, de Michel de Gelderode, a un rey absolutamente majareta que para Alterio estaba lleno de atractivas e inesperadas aristas para un actor.
También otro trabajo imposible de olvidar es el que realizó con Lola Herrera en la versión teatral (mucho mejor contada que la cinematográfica) de El estanque dorado, de Ernest Thompson, en 2013.
Pero entre sus muchísimos trabajos actorales es difícil olvidar una maravillosa interpretación que junto al gran actor Paco Casares hizo en 1992 en Los gatos, de Agustín Gómez Arcos, en una de las pocas piezas que se han representado de este autor ignorado y ninguneado en España y en la que se abordaba con ironía e inteligencia la intolerancia y la represión.
El actor no dejó de trabajar hasta hace muy poco y en los últimos años ofreció continuos espectáculos a medio camino entre el recital poético y las antiguas propuestas de café teatro, donde siempre brillaba por su buen gusto en la elección y su perfeccionismo en la ejecución. Hace solo unos día Alterio estuvo representando Una pequeña historia con dirección y autoría de Angela Bacaicoa, compañera de vida del actor, que junto a él puso en pie esta pieza en la que contaba sus viajes emocionales de ida y vuelta entre Argentina y Madrid, y con la que se convirtió en el actor más veterano de la escena española en activo.
Alterio no era de método, tampoco del método (Stanislavski y satélites), él siempre lo dijo: “Mi método a la hora de abordar un trabajo es sudor y lágrimas.
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