El libro maldito de Condorcet se publica en español 250 años después
El último filósofo del Siglo de las Luces escribió en 1774 el ‘Almanaque antisupersticioso’, un demoledor catálogo de los asesinatos y las guerras que asolaron Europa en nombre del Dios cristiano

¿Cómo entender que un libro escrito en 1774 por uno de los más importantes filósofos de la Ilustración haya permanecido oculto más de 200 años para los lectores franceses y aún más tiempo para los españoles? Los 12 volúmenes que reúnen las obras completas de Condorcet, que se publicaron en París entre 1847 y 1849 bajo la dirección de François Arago y Arthur O’Connor, yerno del filósofo, no lo incluyeron. Se suponía que, además de una edición completa, eran la referencia fundamental para los estudiosos del autor de Los progresos del espíritu humano. Lo cierto es que se ocultaron las casi 200 páginas que el también matemático y político escribió con el título de Almanach anti-superstitieux (Almanaque antisupersticioso), en realidad un demoledor catálogo de las persecuciones, las torturas, los asesinatos y las guerras que en nombre del Dios cristiano asolaron Europa, causando 17 millones de muertos según las cuentas del mismísimo Voltaire.
La editorial Laetoli ofrece ahora este libro maldito de Condorcet, traducido por el filósofo argentino Adrián Ratto, autor también del epílogo. Hace el número 33 de la colección Los Ilustrados, dirigida por Bernat Castany y editada y diseñada por Serafín Senosiain.
En primer lugar, hay que recordar quién es Condorcet. Marie-Jean-Antoine Nicolás de Caritat, marqués de Condorcet, nacido en Ribemont el 17 de septiembre de 1743 y muerto en una cárcel de París el 28 o 29 de marzo de 1794, destacó pronto como científico. Con apenas 26 años ya era miembro de la Academia de Ciencias, más tarde su secretario perpetuo. También sobresalió en las primeras etapas de la Revolución actuando como secretario de la Asamblea Legislativa. Participó en la redacción de la Constitución y fue el autor del proyecto para crear un sistema de enseñanza público y laico.
“El Séneca de la escuela moderna”, lo llama Lamartine en el libro LVI de su monumental Historia de la Revolución Francesa. El meticuloso relato que hace de la fuga, detención y muerte de Condorcet es una pieza magistral: “Los gendarmes dudaron ante aquel hombre tan grande, temiendo deshonrar la Revolución si proscribían al filósofo. Pero las cabezas más altas deben caer las primeras”. Los mejores historiadores de ese periodo, en primerísimo lugar el citado Lamartine, pero también Michelet y Kropotkin, además de Víctor Hugo y Chateaubriand, sitúan a Condorcet entre las cinco mejores cabezas del siglo, a la par de Voltaire, Holbach, Montesquieu o Diderot.

Condorcet fue quien mejor encarnó los ideales de la época democrática de la Revolución. Planteó la supresión de la esclavitud, predicó la libertad de prensa y el feminismo, y propuso la separación Estado-Iglesia, además de la enseñanza gratuita en escuelas laicas. La deriva autoritaria de 1793 lo condenó a muerte. Los Marat, Robespierre o Fouchet no soportaban los pensamientos emancipadores, en algunos casos rabiosamente anticatólicos, que procedían de los ilustrados. Viendo el final trágico de Condorcet, el más joven de aquellos grandes filósofos, cabe suponer que también los Voltaire o Montesquieu, e incluso Mirabeau, quizás con la excepción de Rousseau, habrían acabado bajo la guillotina. Ninguno vivía en 1793. “¡Era mejor estar muertos!”, sentencia Michel Onfray en Los ultras de las Luces.
Dos semanas en la mansión de Voltaire
La persecución y muerte de Condorcet fue el principio del fin de la Revolución. En realidad, él no quería ser otra cosa que científico y, en esa idea, adquirió fama como matemático, con importantes aportaciones a la Enciclopedia que codirigían Diderot y D’Alembert. Fue precisamente este último quien condujo al joven Condorcet a la mansión de Voltaire en Ferney, cerca de Ginebra, donde permanecieron dos semanas, entre el 23 de septiembre de 1770 al 9 de octubre.
Voltaire era deísta y Condorcet se declaraba ateo. Contrario a la pena de muerte, le escandalizaba que la Iglesia fuera tan fecunda en invenciones para aumentar el sufrimiento y hacerlo más doloroso, “encontrando escogidos procedimientos de tortura y medios ingeniosos para hacer que sin morir se saboreara largo tiempo la muerte”. Piadosamente, la Revolución, en la época del Terror, llenó cestas a diario con cabezas cortadas por una máquina inventada por el doctor Guillotin para abreviar el dolor. La teatral ejecución de Danton, gigantesco también en ese trance, conmovió a todo París. Ese trámite no lo viviría Condorcet. Se envenenó la noche de su detención.

Por qué escribir un almanaque anticatólico
¡Dos semanas con Voltaire, a solas los tres! Cabe suponer que el autor del Tratado sobre la tolerancia, alejado de París por el espanto de que se estuviera quemando alguno de sus libros y con riesgo de acabar en la Bastilla, enseñase a Condorcet sus escritos anticristianos, que impresionarían al joven matemático (por entonces, Voltaire tenía 76 años y Condorcet 27). Lo cierto es que, de regreso a París, el matemático empieza a redactar el Almanaque antisupersticioso. Así se justifica en su primer “esbozo” de prólogo: “Hemos compuesto este librito con la esperanza de que las personas con cargos importantes, que no tienen tiempo para leer ni para profundizar en las grandes cuestiones de la moral y la teología, puedan encontrar aquí una idea justa de la utilidad pública de esta religión y del espíritu que anima a sus sacerdotes”. Ironizaba. En un segundo “esbozo” de prólogo anuncia su propósito de enumerar las sangrientas consecuencias de la intolerancia católica en Francia.
Descartad la tiranía. Utilizad el ridículo
El libro impresiona. Para aligerarlo de la penosa monotonía de la lista de masacres, Condorcet salpica las páginas con perfiles de los filósofos que más se han distinguido en la lucha contra la superstición. También compensará al lector por tantos horrores con sabrosas lecciones sobre algunas teologías disparatadas e irónicos fragmentos de vidas de santos. Como disculpándose del escándalo que provocaría, afirma que no fue educado para las exageraciones, pero sí para la verdad. Y hace esta súplica a los reyes: no persigan, no castiguen. “Sería un acto de tiranía. Utilizad el ridículo”.
No hay en el marqués de Condorcet ni demagogia grosera ni, por supuesto, la furia de los últimos jacobinos. No parecía peligroso. Pero era aristócrata. Un Marat tronante maquinó desde su periódico, L’ami du peuple (El amigo del pueblo) un eslogan que le afectaba: “Ahorcaremos a los aristócratas con las tripas de los curas”. Lo había copiado a su manera de Jean Meslier (en Memoria contra la religión, también en Laetoli). Escondido durante seis meses, el filósofo acabó uno de sus mejores libros y volvió a la calle. Pronto fue atrapado. Murió como un romano, suicidándose.
A casi tres siglos del nacimiento de la Ilustración hay que celebrar la publicación por la editorial Laetoli de tantos autores prohibidos en una España que, en frase de Mario Bunge, gastó más dinero en censurar los libros de los ilustrados que en poner al día los cerebros del clero. Lo dijo como apéndice al rescate de El paseo del escéptico, de Diderot (2016). Laetoli también publicó los Escritos anticristianos, de Voltaire, el mismo año, 2021, en que editó los ensayos recogidos en Sobre el homoerotismo, de Jeremy Bentham. El famoso jurista inglés no se atrevió a publicarlos en vida y sus herederos los escondieron 200 años más (se publicaron en Londres en 2013).
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