Antes y después de Charly García
El rock argentino es probablemente el más longevo y productivo de todos los que usan el español, en cualquiera de las dos orillas del Atlántico


En 2026, el rock hecho en la República Argentina podría celebrar sus 70 años de vida. Debería ser así si se acepta como piedra fundacional Rock con leche, de Eddie Pequenino, pieza editada en febrero de 1956. No es mucho más estúpido que similares discos pioneros en otros países, generalmente facturados por músicos de jazz y swing, tipos encerrados en el circuito de locales nocturnos y prestos a cabalgar cualquier moda que asomara. El modelo parecía ser el de Bill Haley & His Comets; artistas como Chuck Berry, Little Richard o Fats Domino grababan para compañías modestas y resultaban demasiado “raciales” para ser exportados.
Lo extraordinario es que, a partir de tan humilde comienzo, el rock argentino adquiriera una identidad propia, con un lenguaje rico y una aguda conciencia de su propio valor, posiblemente derivada de su posición geográfica en el Cono Sur, un sentido de la periferia combinado con el anhelo de cosmopolitismo de aquella sociedad. Las incertidumbres políticas favorecieron el desarrollo de tendencias artísticas originales, que intentaban dar sentido a la oscilación entre los impulsos democráticos y la tentación autoritaria. Sí, hasta surgieron hippies pero en su variedad austral, algo menos necia que en sus países de origen.
El rock argento demostró una notable capacidad para reflexionar e incluso para memorializarse, potenciada por una prensa musical de gran nivel y la publicación de sólidos libros especializados. Eso ayuda a explicar el surgimiento de figuras como la de Charly García, producto de una familia culta y dotado de oído absoluto. Empezó a expresarse dentro del rock progresivo, aunque fue abriéndose a otras músicas, a la vez que adquiría una capacidad narrativa que conectaba con las esperanzas de un sector considerable de la juventud. Considerado como un loquito inofensivo, pudo beneficiarse de cierta tolerancia general incluso en plena dictadura militar. Solo así se explica que, a raíz de la guerra de las Malvinas, publicara No bombardeen Buenos Aires, retrato de la posición imposible de unos músicos que derivaban buena parte de su inspiración del país al que los milicos pretendían desafiar.
Estilísticamente, García amplió su paleta hasta acercarse al tecno pop, aunque eso no le hiciera más inteligible para el público español; de hecho, durante sus estancias entre nosotros, se acentuaba el pasmo de los nativos ante semejante kamikaze. Siempre sospeché que, cuando Joaquín Sabina elaboró Enemigos íntimos con Fito Páez, se cometió un error garrafal: el de Úbeda debería haberse atrevido a encamarse con alguien tan combustible como García. A Charly le hubiera venido bien intentar hacer carrera en España, dado que en su propio país estaban saturados de sus genialidades y/o excentricidades.
Urge mencionar algunas de las poderosas personalidades surgidas a posteriori: el Indio Solari, Luca Prodan, Gustavo Cerati o incluso esas luminarias que descarrilaron, tipo Andrés Calamaro o Vicentico. No es solo que ellos hayan sido fijados en libros rigurosos: también hay tomos dedicados a los locales que les vieron actuar, como el Estadio Obras Sanitarias o la indescriptible discoteca Cemento.
Es otro mundo, otra cultura. En el espacio antes ocupado por Cemento hay una placa (enorme) de la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires recordando que allí estuvo “un lugar emblemático del rock.” Intenten imaginar algo parecido en nuestro país.
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