Las últimas películas en 35 milímetros esperan su “The End” en Vigo
Los herederos de la mayor distribuidora de Galicia atesoran más de medio siglo de filmes que ahora aguardan su reciclaje en la era del disco duro
Milo y Pablo son los custodios de un pedazo de la historia del cine. En una discreta nave del barrio rural de Sárdoma, en Vigo, late Baños Films, la distribuidora cinematográfica más importante del noroeste, entre plantas de reparto de paquetería, pistas de pádel, hornos de pan, suministros industriales, talleres mecánicos, y un laboratorio de cultivos verticales. Los hermanos Milo y Pablo llegaron aquí por herencia y carambola. Uno estudió Historia y el otro, Magisterio, pero acabaron enganchándose a la empresa que creó su abuelo, Emilio Baños, en 1953.
Decorada con retratos de las grandes estrellas que admiraba el fundador, hace ya años que la Baños es la única firma superviviente, en este territorio, de cuando las películas se distribuían en rollos que sumaban más de un kilómetro. Los largometrajes —pero también los tráileres y hasta el No-Do— viajaban dentro de cajas metálicas o de plástico, empaquetadas en un saco de lona blanca hecho a medida y reforzado con una base de madera, a bordo del tren o en el maletero del autobús de línea (en Galicia, tales como el Castromil o el Auto Industrial), girando por esa constelación de cines que salpicaban el país y eran la principal forma de ocio.
Hoy el formato en 35 milímetros, salvo para eventos excepcionales, no se usa y los rollos hibernan a la sombra —cuanto más arriba de las estanterías, más viejos los títulos— a la espera de ser reciclados como material industrial. En Baños Films, que en pocas semanas liberará muchos metros cuadrados, innecesarios tras la digitalización del cine comercial, también se guardan infinidad de viejos carteles promocionales de películas recordadas u olvidadas. Ahora, comenta Pablo, el más nostálgico de los hermanos, “hay 15 estrenos a la semana”; todo es más ligero y vuela. Antes, cada novedad en la cartelera era un acontecimiento que absorbía las energías de la familia durante mucho tiempo. Las películas había que cargarlas y descargarlas; traerlas de Madrid, donde se hacían las copias; llevarlas hasta el último rincón, turnarlas entre cines, con compromisos de fecha que era una proeza cumplir. “Y las movíamos a puro músculo, no nos hacía falta gimnasio”, bromea Milo.
Era aquel un mundo —o un patio de butacas— a dos velocidades, que parece muy lejano pero que perduró hasta finales de la primera década del siglo XXI. Pasaban muchos meses entre la premier y la proyección en las localidades más pequeñas. “Ahora se estrena en cualquier lugar en simultáneo con Madrid, porque técnicamente es posible”, cuentan los hermanos. Pero antes se hacían muy pocas copias de cada estreno, posiblemente solo siete, para las siete ciudades gallegas, porque rondaba cada una lo equivalente a 1.000 euros, de tal manera que cada cinta rodaba por el mapa hasta la extenuación. Y una y otra vez debían volver a la distribuidora, para ser curadas en el taller de Baños Films —con frecuencia a manos de Pablo, el más joven— de las heridas de guerra con las que eran devueltas después de tanto trote.
Emilio, el patriarca de la estirpe, “era un apasionado brutal del cine, y se identificaba mucho con Cinema Paradiso”, recuerda Milo, que de nombre de pila también es Emilio, como su padre, ahora jubilado, y su abuelo. La vida de este último, efectivamente, fue una historia de película: Empezó de niño vendiendo caramelos en la puerta de un cine, y se convirtió en toda una institución en Galicia, el hombre que llevó el séptimo arte a cada sala (también al aire libre, cuando nadie lo hacía), en esa época dorada en la que cualquier pueblo tenía uno o dos espacios de proyección. No es poco, si se tiene en cuenta que Galicia es un territorio atomizado hasta el infinito, con 313 ayuntamientos y casi la mitad de las entidades de población de España unidas por laberintos de carreteras.
Tanto es así que Emilio Baños II, hijo del fundador de Baños Films y padre de Milo y Pablo, debía emplear una semana entera en visitar a sus clientes en algunas comarcas gallegas como O Barbanza, con solo cuatro ayuntamientos. Aquel esplendor se ha quedado ahora reducido a 37 locales en toda Galicia. Y, además, ya todo se distribuye en disco duro, o por satélite, o (en una mínima parte) en blu-ray. Entre 2008 y 2012, las últimas salas vivieron su metamorfosis. Y se despidieron de las pesadas cintas en 35 milímetros que había que montar en las bobinas y luego intercambiar en el proyector mientras los espectadores obedecían, sin rechistar, al letrero que aparecía en la pantalla: Visite nuestro bar. Esas películas eran tan románticas como engorrosas, tan delicadas y costosas como escasamente democráticas. Porque pasaban meses hasta que llegaban a los lugares pequeños, a veces recortadas a fuerza de reparaciones.
Cuando un estreno arrasaba, “en los pueblos se tiraban de los pelos”, bromea Milo Baños. “Pasó, por ejemplo, con Titanic", que llegó a las ciudades ”después de Reyes, el 8 de enero del 98“, apunta su hermano, ”y hasta el 5 de abril no se proyectó en Vilagarcía", considerada la “octava ciudad” gallega. La gente “no se aguantaba”; “iba los fines de semana” a las localidades grandes. Nadie quería esperar para ver cómo emergía el amor entre Kate Winslet y Leonardo DiCaprio en medio del naufragio.
Ese legado que aguarda su último adiós en Galicia —cinco, seis, siete rollos y entre 20 y 40 kilos por largometraje— conserva en sus latas títulos más o menos sonados, muchas veces rotulados a mano, con pintura blanca, porque el paso de los años devoró las etiquetas. Desayuno en Plutón, Terror en el convento, King Kong, El gato borracho maestro de kung fu... Más que el (altamente inflamable) celuloide, aquí lo que abunda es el acetato de celulosa (que sustituyó al primer soporte a partir de los años 50) y el resistente poliéster (desde los 90). Se salvarán de la destrucción algunas obras, y en concreto las gallegas, que irán a archivos como el de la Axencia Galega das Industrias Culturais. La propia web de la empresa destaca su compromiso con la difusión de las producciones nacidas en la comunidad.
La historia de la estirpe Baños y de todo este metraje atesorado comenzó con la pasión de un niño, huérfano de padre, por el cine. Al faltar su progenitor, Emilio Baños (Vigo, 1924-2007) tuvo que ponerse a trabajar nada más cumplir los nueve. Y a todo se apuntaba: a repartir periódicos, a limpiar zapatos, a vender churros, o a servir de pinche en una barbería, una panadería o un taller de chapa y pintura. Hasta que a los 15 empezó a vender caramelos en la puerta de varios cines de Vigo, como el Rosalía y el Royalty, y el adolescente fue fraguando su sueño.
El empresario cinematográfico Isaac Fraga lo contrató de botones en el teatro García Barbón, y pasó por distintos cines como taquillero y acomodador, como ayudante de cabina y ya como operador desde 1941. No se llamaba Cinema Paradiso, pero sí Cine Maravillas, en Bouzas (Vigo), el lugar en el que, ya como proyeccionista, conoció a Ana María Márquez, con la que se casó en 1945. Su hijo Emilio, el continuador, nació al año siguiente frente al Maravillas. “Menos dirigir películas, mi abuelo hizo de todo” en el mundo del cine, zanja Milo cuando se le pregunta por su vida. “Estuvo de figurante, fue representante de artistas, hasta colaboró con el No-Do”, enumera. Fue productor, importador y gestionó varias salas, lo mismo que ahora han empezado a hacer sus nietos en colaboración con varios ayuntamientos bastante poblados que dejaron de tener hace años cine comercial. Son las salas municipales de Verín, A Rúa, O Barco (Ourense), As Pontes y Muros (A Coruña). “Estamos reabriendo cines donde ya no los había”, comentan satisfechos, “es un servicio público muy interesante y en expansión”. Es, también, la enésima expresión del amor que profesaba su abuelo: “De viejo”, recuerda Milo, “se levantaba por la mañana y se ponía a ver películas”.
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