Mohamed el Morabet, vigilante en el museo, novelista en casa: “Mis compañeros se acaban de enterar de que soy escritor”
El autor, que trabaja en el Museo del Prado, presenta su tercera novela, ‘Ecos en la nieve’, fraguada entre turistas y obras de arte


Mientras los turistas y amantes del arte transitan las salas del Museo del Prado con los ojos revoloteando entre suntuosas pinturas barrocas e insólitos frescos medievales, admirando los cuerpos esbeltos de las esculturas neoclásicas o justipreciando las vasijas y cálices que conforman los tesoros de antiguos monarcas, la mirada omnipresente de Mohamed el Morabet (Alhucemas, 42 años) los escruta a ellos, a los visitantes. Apostado en la pinacoteca en turnos de mañana o tarde, el vigilante va rotando entre salas al unísono con el resto de sus decenas de compañeros, expuesto a cada paso a una nueva maravilla cambiante.
Atento a los flashes que se desbandan, las manos que se alargan y las voces que se alzan, El Morabet aprovecha el espacio mental que le concede su trabajo —a pesar de todo, silencioso— para llenarse la cabeza y “dar forma” a ideas que, por oleadas, traslada al papel instalado en su casa, casi siempre “muy temprano por la mañana” antes de calzarse el uniforme, “porque por la noche llego muy cansado”. De esa labor paralela a su trabajo con nómina nace Ecos en la nieve (Galaxia Gutenberg), la tercera novela de una carrera cada vez más asentada como escritor, donde narra con voz poética la historia desgarradora de un día en la vida de una mujer embarazada que se refugia en una cabaña perdida en medio de una naturaleza inhóspita.
De todas las salas del museo, El Morabet escoge las de pintura del siglo XIX para tomarse los retratos que acompañan a este texto. Alaba la majestuosidad de El Cid, el león del Atlas retratado en 1879 por Rosa Bonheur, y se coloca junto al Viejo desnudo al sol de Fortuny, un óleo luminoso de en torno a 1871 inspirado en el San Andrés tenebrista de Ribera, de época barroca y colgado al lado a modo de comparación. “Es una imagen entrañable, y yo me veo un poco así”, dice de ese anciano exultante junto al que posa brevemente después de que un par de vigilantes, ellos de servicio, le saluden y le feliciten por el lanzamiento de su libro. “Creo que la mayoría de mis compañeros se acaban de enterar de que soy escritor con esta tercera novela”, contará más tarde. “Tenemos un grupo de WhatsApp de 500 personas donde cambiamos los turnos, y esta vez me he decidido a publicarlo ahí, porque me apetecía”, sonríe.

Pese a la invisibilidad de la que gozaba hasta ahora en su entorno laboral, con su segunda novela, El invierno de los jilgueros (Galaxia Gutenberg, 2022), ganó el Premio Málaga; y con la primera, Un solar abandonado (Sítara, 2018), formó parte de una portada coral de Babelia en torno a la “literatura híbrida”, la creada por inmigrantes. El Morabet, que recaló en España para estudiar la carrera, es originario del Rif marroquí. “De donde vengo lo natural es terminar los estudios en España, normalmente en Granada, pero yo vine a Madrid porque sabía que en Granada no iba a poder trabajar; yo no tenía dinero, solo lo justo para pasar tres o cuatro meses”, repasa. Su intuición se confirmó buena y, desde su llegada a la capital, los trabajos se fueron encadenando: como mediador en los servicios sociales, en la hostelería o de teleoperador, un puesto “donde aprendí a vocalizar mejor”, como afirma ahora en perfecto castellano.
En su Alhucemas natal, “una ciudad joven, de hace un siglo, donde Rabat queda más lejos que Granada”, todo el mundo tiene acceso a la televisión española, de modo que el idioma flota en el aire y quien más y quien menos son muchos los que lo manejan. Pero las lenguas maternas de El Morabet son el árabe y, principalmente, el bereber (amazigh), que habla aunque no sabe leer, si bien últimamente se ha animado a traducir algún texto con ayuda de su hermano. Además de como traductor ocasional, sobre todo del árabe, El Morabet fue acumulando experiencia en el oficio de escribir como analista político sobre cuestiones del Magreb, primero en la revista Marruecos siglo XXI (donde hacía “de todo”, desde entrevistas hasta recetas de cocina) y, cuando esta cerró, alternando diferentes medios. “Llegado un punto me cansó escribir sobre política exterior, quería escribir ficción, y en torno al 2015 o 2016 ya tenía una novela en el cajón, pero tardó tres años en ser publicada”, rememora.
Amor desde la lectura
El gusanillo de la literatura fue engordando a través de las lecturas. Dado que casi siempre lee en español, escribir en su idioma adoptivo fue en la práctica un “proceso natural”. “Ya llevaba 15 años viviendo en España, y si hubiese querido escribir en árabe tendría que haber hecho una incursión en el mundo editorial marroquí, que veo muy lejano”, apunta. “Además, como dice Joan Margarit, uno se hace fuerte en el idioma en que lee poesía. Y a mí me urgía escribir en español. De hecho, ahora no me vería capaz de escribir ni en árabe ni en amazigh, ni siquiera de traducir a esos idiomas”. Mientras se sucedían las lecturas y los trabajos, surgió la oportunidad de incorporarse al Prado como vigilante por medio de una oposición. El sueldo, los horarios y la estabilidad se le antojaban atractivos y a eso se sumó, una vez dentro, el poder pasar el tiempo en un entorno propicio para la inspiración, un cosmos recogido donde también ha forjado amistades como la del dramaturgo Juan Mayorga, a quien conoció bajo la mirada del Cristo del Noli me tangere de Correggio.
El germen de su anterior novela, El invierno de los jilgueros, se gestó específicamente en el interior del museo. “Empiezo con la frase ‘Un pie detrás de otro’, que es una frase que se me ocurrió en una sala donde estaba dando pasos y me dije: ‘¿Por qué no empiezo así?’. Que el personaje esté dando pasos y los vaya contando, porque los cuento yo cuando estoy aburrido en el museo”, detalla. “Ese día, aguanté la euforia hasta que llegué a casa y escribí ese inicio casi del tirón por la noche. Ahí pensé: ‘Ya tengo voz; ya tengo novela”. La historia de Ecos en la nieve, meditada también entre paseos y obras de arte, no tiene, sin embargo, una correlación directa con el Prado. Por no tener, ni siquiera tiene que ver con el propio El Morabet, quien se pone en la piel de una mujer en la recta final de su embarazo. Se trata de una historia dura y densa, donde la naturaleza adquiere un protagonismo tácito, y en la que, desde una mirada lírica, se proyecta una reivindicación política que no desvelaremos.
Entre turistas y cuadros, el autor ya está dando vueltas a la que será su próxima creación. “Espero poder sentarme y ordenar mis ideas después de Navidad”, comenta. Entretanto, seguirá dando un paso detrás de otro.
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