Baila o muere: Lady Gaga arrasa con una tenebrosamente luminosa ópera pop en el Sant Jordi
Música de baile y aires fúnebres, la mezcla ganadora que subyugó al estadio en la primera de sus tres citas en Barcelona

El pop suele ser liviano, efervescente y colorista, pero Lady Gaga hace su propio pop, ribeteado con oscuridad, imaginería tenebrosa y en su último espectáculo con una pulsión bailable que sugiere fiestas en los cementerios, danzas en el ataúd. Esa particular manera de acercarse a la multitud, entre la que selecciona a quienes formalmente no se sienten incómodos con las sombras, a quienes, como ella, han sufrido de una u otra manera por no encajar en el molde, dominó el sentido del espectáculo gótico y recargado que la diva neoyorquina ofreció en el primero de sus tres conciertos en el Sant Jordi. Fue un espectáculo diferente, un montaje que en su espalda llevaba colgado un esqueleto con el que incluso el horror se hizo pop y disco, sacudiendo entre sonrisas y placer a la multitud. Lo raro es lo normal con Lady Gaga. Nada provoca miedo acongojante si detrás hay una sonrisa cómplice. Además, ¿qué es raro?, ¿qué es normal?
El concierto funcionó como un galgo tras la liebre, rápido, intenso. Despeinaba. Abrumaba. Puro vértigo audiovisual. Cadáveres, cráneos, vestidos imposibles, fuego, explosiones, zombis, humo, vendas, un tablero de ajedrez en los pies y canciones para que estos no descansasen. Ora rubia, ora morena; vestuario complejo, operístico cuando no de corte del Rey Sol; atavíos con pliegues, faldas con miriñaque industrial, alamares, púas y bordados. Todo en las antípodas de la contención, asesinado el minimalismo con saña, labios carmesí. Tras la explosión en tonos monocromáticos del primer acto, rojo y verde y su concatenación de temas a galope tendido —Bloody Mary, Abracadabra o Scheiße—, llegó un segundo en el que brilló Alejandro, cómo no, y el largo velo de Paparazzi, con el recinto ya sometido. Tanto la presencia como la ausencia de luz, generando ambientes tenebrosos y sensación de 3D en el escenario, evocador de un teatro lírico (sonó ópera antes del concierto) lleva a pensar que, sin lugar a dudas, haya sido todo un acierto que este espectáculo se haya planificado para recintos cerrados. Allí es donde todo está más cerca y el resultado de los efectos se controla con precisión, sin fugas. El público podía sentirse entre los bailarines, y los cercanos al pasillo que desde escena entraba en la pista incluso veían sin intermediarios el maquillaje de Lady Gaga. Una diosa a mano, respirando aceleradamente a causa del despliegue físico que realizaba con un vigor indesmayable.

El tercer acto evocó a la música de club, como si bailar entre horrores fuese lo normal, y el público, semillas dentro de maracas, bailó como se baila cuando mucho se ha esperado hacerlo. El remanso llegó en la desembocadura del recital, cuando Lady Gaga, tras mirar a los ochenta con Shadow of A Man, ese Michael Jackson siempre tan presente y al pop bailable con Kill For Love, descabelló al Sant Jordi con Born This Way. Entonces, bajando el pulso acelerado del espectáculo, se puso tierna enlazando una serie de medios tiempos y baladas, de manera que Million Reasons llenó el recinto con luciérnagas color crema, esas pulseras que inventó Coldplay y que implican aún más a la persona en los espectáculos, haciéndola partícipe de lo que admira. En Shallow, Lady Gaga cantó en una barca que no la llevaba al inframundo, sino hacia la felicidad de sus fans, situados alrededor de la pasarela que la veía navegar con pausa mayestática en una nueva evocación al más allá. Incluso Lady Gaga afrontó la soledad, sola con su teclado cantando Dis With a Smile y Dance In The Dark, una forma de decir que en escena puede vivir sola, sin tropeles danzantes alrededor, acunada por miles de muñecas que oscilaban, iluminadas las pulseras, ante sus ojos. Y luego los hay que se preguntan cómo es que a las estrellas les cuesta abandonar los escenarios. La sensación de plenitud de esos instantes debe ser una droga vital.

Tras dedicar Come to Mama, una pieza que no ha menudeado en el repertorio de la gira, a Barcelona, el concierto se deslizó hacia la final apoteosis. Los “little monsters” (pequeños monstruos), así califica con cariño la estrella a sus fans, estaban desarbolados, se sentían tan entretenidos como comprendidos, en una vinculación que hacían más fuertes los lazos entre escenario y recinto. Es el logro de Lady Gaga, comprender a quien no se siente comprendido y explicarnos que en lo monstruoso y exagerado, en lo turbio y alocado, en lo oscuro y fúnebre puede haber belleza, como en el dolor, una belleza que se expresa de otra manera, tal que ella caminando lisiada en Perfect Celebrity, un gesto irónico. Sonó Bad Romance, con la reina gastando unos dedos que parecían raíces, y un How Bad Do U Want Me como colofón de aire improvisado, formalmente concluido el concierto. Entonces ya se depositó en el cajón donde se almacenan los grandes recuerdos, ese cajón que habita una Lady Gaga pletórica de voz que con la recreación de su mundo en clave pop con raíces en los ochenta y noventa le ha dado una vuelta de tuerca a las tinieblas. Baila o muere, dijo ella en escena. Muere bailando, se podría pensar.
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