Alejandro González Iñárritu, 25 años después de ‘Amores perros’: “Los criminales no son los que roban bancos, sino quienes los crean”
En el aniversario de su ópera prima, el director presenta en Milán y México una instalación creada con material descartado de la película y reflexiona sobre la violencia que la inspiró, su relación con el éxito, la huella que dejó la muerte de su hijo y su nueva comedia con Tom Cruise


Trescientos kilómetros de celuloide dormían en el subsuelo del archivo fílmico de la Universidad Autónoma de México. Contenían las imágenes descartadas durante el montaje de Amores perros, la película que cambió la vida de Alejandro González Iñárritu (Ciudad de México, 62 años), entonces realizador publicitario y locutor radiofónico, y también el rumbo del cine mexicano, convertido en fenómeno mundial. De su estreno se cumplen ahora 25 años. De aquel material olvidado surge Sueño perro, una nueva instalación artística concebida por el director, que se inaugura este jueves en la Fundación Prada de Milán. A partir del 5 de octubre se podrá ver también en LagoAlgo, centro cultural de la Ciudad de México.
El resultado es un laberinto de salas oscuras donde viejos proyectores escupen secuencias desechadas, con el grano áspero y seductor de los 35 milímetros. Varios haces de luz atraviesan la muestra e invitan al visitante a entrar en la película. Como sucedía en La rosa púrpura del Cairo, solo que esta vez nos dirigen al México convulso del último cambio de milenio. Se suceden las peleas de perros, las calles teñidas de rojo sangre, el regreso imposible de un padre que abandonó a su hija, la belleza que se desvanece en el cuerpo enfermo de una modelo, el silencio en el rostro aún imberbe de Gael García Bernal. Y un accidente de coche que lo enlaza todo.
En aquellos días, el proyecto aún se llamaba Amor y rabia, como delatan las claquetas, hasta que una mañana el director, que nos recibe sonriente y bronceado, se despertó con el título perfecto resonando en la cabeza. En Milán, la Fundación Prada acoge también una segunda exposición ideada por Juan Villoro, que evoca con fotografías el pulso de la ciudad donde nació la película, una metrópolis de 18 millones de habitantes y tres millones de perros.
Pregunta. Vincula Amores perros a la obra de muralistas mexicanos como Siqueiros u Orozco. ¿Su película quiso ser, como aquellas pinturas de entreguerras, un gran fresco social?
Respuesta. Sí, siempre estuvo esa parte. En México, en aquella época, se hacían solo siete películas al año. Uno sabía que su primera película podía ser la última, así que ponías toda la carne en el asador. Pensé esta película como una radiografía de mi interior, pero también de mi país.

P. ¿Quería reflejar la violencia que le rodeaba?
R. Era una época durísima, aún más que ahora. A mi papá lo secuestraron. A mi mamá le rompieron la boca. A todo el mundo le robaban. Los lunes, en la máquina del café, hacíamos recuento de quién había sufrido qué durante el fin de semana: a uno le robaron a punta de pistola, a la hermana de la otra la asesinaron en un taxi y su cuerpo nunca apareció. Había una tremenda sensación de vulnerabilidad. Quise hablar de la complejidad de una ciudad de ratas como la de México, la más hermosa y horrible del mundo. Es la Roma de las Américas: bellísima, pero siempre te preguntas cómo es posible que exista algo así.
P. La instalación es también un homenaje al cine rodado en celuloide, una forma de arte que no volverá.
R. La película con la que rodé Amores perros ya no se fabrica. Entonces me influyó mucho la fotografía de Nan Goldin. He querido rescatar momentos de belleza. En comparación con lo digital, con todos esos inventos antihumanos que nos obsesionan, como la IA, estas imágenes desprenden belleza, porque son verdaderas. Los chicos de 20 años nunca han visto esta linterna mágica. Somos los últimos dinosaurios y me parece triste.
P. Impacta también su estructura desordenada, que en aquellos tiempos era tendencia. Ahora las historias cruzadas casi han desaparecido del cine. ¿Por qué?
R. En mi caso viene de mi padre, que siempre empezaba las historias por el final y luego se perdía en un sinfín de detalles, para desesperación de mi madre. Quizá haya desaparecido porque hoy, con la llegada de las plataformas, en lugar de contar algo en dos horas se estira a lo largo de diez capítulos. Ya no hay necesidad de comprimir la complejidad. Eso ha conllevado una simplificación. Las estructuras complejas exigen precisión: ganchos dramáticos, claridad, justificación. Si no, se vuelven pretenciosas. Y otra hipótesis: tal vez ya no le apetezca al público poner tanta atención cuando ve una película.
“Cuando llegué a Hollywood y me decían que era un genio, me incomodaba. Me entraba por un oído y me salía por el otro”
P. ¿Cómo recuerda levantar un proyecto así en el México de finales de los noventa? Le rechazaron la subvención pública y hubo actores que prefirieron no hacerla.
R. Hacer cine es como empujar una carreta cuesta arriba: una batalla constante que nunca terminas de dominar. Es fricción permanente, una lucha de ideas que además implica mucho dinero y mucha técnica. Todo eso me lo encontré entonces y me lo sigo encontrando hoy. Para Birdman, por ejemplo, me llevó dos años conseguir la financiación y no cobré un sueldo. Con Amores perros tuve la suerte de que un productor independiente creyera en mí con dos millones de dólares. Aun así, mi socio y yo acabamos poniendo dinero de nuestro bolsillo. Pero había una electricidad en el ambiente: sabíamos que estábamos haciendo algo que nos importaba. También el contexto político influyó. Era un momento de cambio y de esperanza [por la victoria de Vicente Fox, primer presidente no perteneciente al PRI desde 1929], que con el tiempo se reveló un poco ingenua.
P. En el texto que firma en el catálogo, reconoce el papel fundamental del guionista Guillermo Arriaga, con quien rompió tras Babel.
R. Siempre he reconocido su crédito y su importancia. Las tres películas que hicimos juntos, Amores perros, 21 gramos y Babel, fueron una época extraordinaria. Creativamente formamos una mancuerna increíble. Pero, como en cualquier grupo de rock, llega un momento en que separarse es sano.
P. “Iñárritu me robó mi mundo”, ha dicho Arriaga. Usted responde ahora que ese universo surgió de las experiencias y de la sensibilidad de ambos.
R. Claro, fue un cruce. El cine es una confluencia de vitalidades, la del director, la del guionista, de la de los actores... Cuando funciona, es un milagro. La última responsabilidad siempre es mía: yo decido si el suéter será verde o azul. Por eso, cada cagada en mis películas me pertenece, pero los logros siempre son de todos. Es un arte complicado, porque eso exige una armonía absoluta. Y eso no siempre se da.

P. Tras ganar dos Oscar consecutivos como director, ¿cambiaron sus prioridades? ¿Qué relación ha mantenido con el éxito?
R. Dicen que el éxito es más difícil de manejar que el fracaso, y estoy de acuerdo. El fracaso te da perspectiva, resiliencia, humildad. El éxito, en cambio, es adulador, tóxico y te embriaga. Mi padre solía decir: “El éxito, tómate un trago, haz gárgaras y escúpelo”. He intentado seguir ese consejo. Él tuvo una vida dura: heredó, ganó, lo perdió todo y acabó distribuyendo frutas y verduras. Le molestaba la gente que hablaba de sí misma en tercera persona. Por ejemplo, Hugo Sánchez, el futbolista. Claro que el éxito te afecta: te coloca bajo miradas y expectativas, tanto ajenas como propias. Pero siempre intenté ver éxito y fracaso como dos impostores. Cuando llegué a Hollywood y en los estudios me decían “eres un genio”, me incomodaba. Te lo juro: me entraba por un oído y me salía por el otro. Yo sé quién soy y soy muy consciente de mis limitaciones.
P. ¿Su última película, Bardo, surge de una necesidad de frenar, de volver a algo más íntimo y personal?
R. Sí, de reducir la velocidad. Al cumplir 60 sentí la necesidad de poner mi vida en perspectiva: mis preguntas, mis relaciones, lo que hago, mis hijos, mi nacionalidad. Bardo es sobre todo una película sobre inmigración y pérdida. Comencé a trabajar en ella después de Birdman, que fue cuando empecé a meditar. Quise expresar cosas íntimas, buscar un sentido a lo que hago y compartir la dificultad de haber perdido a nuestro hijo —algo que marcó profundamente a mi mujer, María Eladia, y a mí—, así como de haber dejado un país y todo lo que eso implicó para mis hijos y para mis padres. Fue un proyecto necesario, que me llenó el alma. Aunque no podría ser más diferente de Amores perros.
P. Hay un punto de conexión entre ambas: la dedicatoria a su hijo Luciano, que murió a las dos semanas de vida. Esa pérdida atraviesa todas sus películas.
R. Amores perros la rodé en un momento de mucho sufrimiento. Tras el estreno, de de pronto todo cambió y nos fuimos [a EE UU], dejando muchas cosas sin cerrar. Bardo nace de la necesidad de decirme: “A ver, llevas 20 años en la locura. Pregúntate quién eres”. Todos somos hijos de alguien. Y cuando tenemos hijos, se convierten en nuestro reflejo. Esa relación hacia arriba y hacia abajo es vital: define cómo entiendes tu vida, por encima de lo profesional o lo político. Es una exploración infinita, enriquecedora y devastadora. Es un tema que me obsesiona.
“Ser presidente es el único trabajo que no exige preparación: puedes ser un psicópata y nadie te pone en duda”
P. Denis Villeneuve dice que usted se enfrenta a cada película como si le fuera la vida en ello. Usted mismo se ha descrito como un director obsesivo y perfeccionista. ¿De dónde nace esa exigencia feroz?
R. Quizá de ser el menor de cinco hermanos. No fui el mimado. Al contrario, siempre me tocaba lo peor. Y de ahí nació un miedo vital a fallar, a que me repriman. Desarrollé una ansiedad por asegurarme de que las cosas salieran bien. Y luego está mi superyo, esa voz interior que no deja de juzgarte. Antes me hablaba muy mal, pero con el tiempo he aprendido a corregirlo. Todos llevamos un Torquemada dentro: ese cabrón inquisidor dispuesto a amargarte la vida.
P. Amores perros retrata también la animalización de la sociedad. ¿Ya nos hemos convertido en perros?
R. Domesticamos a los lobos y logramos que se volvieran seres fieles, honestos y amorosos. Nosotros, en cambio, hemos ocupado el lugar de los lobos. El gran peligro de hoy es la locura colectiva. A veces siento como si estuviera todo el rato en un estadio de rock o en un partido de fútbol, con todo el mundo gritando. Habitamos un mundo de verdades individuales, pero ya no vemos la realidad. Nuestra relación con el mundo pasa por pensamientos, palabras y etiquetas. Hemos roto el vínculo con nuestros cuerpos. Eso es lo verdaderamente salvaje.
P. La violencia social que describía hace 25 años no ha desaparecido.
R. Al contrario, se ha multiplicado. Los cárteles se apoderaron de los gobiernos: no solo los de armas y drogas, también los inmobiliarios, farmacéuticos, tecnológicos… Para poder conducir un coche haces un examen. Para dirigir una empresa, pasas decenas de entrevistas. Pero para ser presidente no necesitas demostrar nada: puedes ser un psicópata ignorante y nadie lo cuestiona. Si eres popular, basta. Robar un banco no es nada comparado con crearlo: los verdaderos criminales son quienes los crean. Y eso ya es un fenómeno global.

P. ¿Puede contar algo sobre su próximo proyecto, una misteriosa comedia con Tom Cruise?
R. Me costó, pero acabo de terminarlo. Fue largo y complicado por muchas razones. Trabajé con actores extraordinarios, de Tom Cruise a Sandra Hüller. Es muy distinto a todo lo que he hecho. Tom estuvo increíble: entrega, precisión, pasión, una positividad arrolladora y una gran capacidad de reírse de él mismo. Es una comedia salvaje, divertida y catastrófica. Creo que Tom va a sorprender: recupera al actor histriónico, de carácter, que a veces quedó eclipsado por su estatus de maestro absoluto del cine de acción, que él sabe hacer siempre con una integridad admirable. Fue una relación de confianza mutua muy hermosa.
P. Y usted, ¿va a sorprender como director?
R. El concierto lo compuse yo, pero el solo de piano lo tocará él. Monté la película al mismo tiempo que esta instalación: mis comienzos frente a mi última obra. Ya no me reconozco en aquella fuerza de hace 25 años; hoy mis intereses son otros. Veo esto y me pregunto: “¿De dónde saqué tanta energía, carajo?”. Pero diría que lo que me mantiene vivo es la curiosidad por hacer lo que aún no sé hacer. Cuando ya sé hacer algo, me aburro. A mí lo que me excita es aprender.
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