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Las horas paganas
Columna
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La música que me ha construido

En el pueblo, había en mi niñez toda clase de sonidos naturales, que apenas habían variado desde la Edad Media

Agrupación musical Santa Cecilia de La Vilavella, en una imagen cedida sin datar.
Manuel Vicent

Puede que el Intermedio. La leyenda del beso fuera la primera melodía con la que fue amasado mi subconsciente, puesto que mi padre tocaba esa pieza una y otra vez con el violín o el clarinete cuando yo tenía apenas unos meses de edad y, según me contaron, iba a gatas por el comedor y esa melodía persistente, que bajaba por la escalera desde la primera planta de casa, ejercía en mí un reflejo condicionado que me obligaba a alargar una mano tratando de alcanzarla. En algún bulbo de mi cerebro estará vibrando todavía porque a veces me sorprendo silbándola. Pero la primera canción que guardo en mi memoria se titulaba Mi casita de papel.

La voz melosa del cantante Jorge Sepúlveda se extendía sobre los carromatos y las atracciones de una feria que se celebraba en el pueblo el tercer domingo de enero, festividad del patrón san Sebastián. En el aire había quedado el olor a almendras garapiñadas y al aceitajo de los churros. Estaba anocheciendo con un frío polar, un vientecillo muy agudo se llevaba papeles pringados, farolillos rotos y yo me había quedado solo en el tiovivo, montado en un gran caballo blanco de cartón, de crines doradas, que subía y bajaba dando vueltas alrededor del mundo mientras el cantante decía: “Qué felices seremos los dos, y qué dulces los besos serán”. Tenía unos cinco años. Qué es una vida sino dar vueltas y vueltas en un caballo de cartón hasta alcanzar la muerte, que es ese momento en que el carrusel se para.

Al lado de casa estaba el jardín del Miramar, un balneario derruido por la guerra. Los domingos de verano a la hora de la siesta a la sombra de los pinos ensayaba la banda de música del pueblo y yo la oía desde la cama en medio de una pegajosa somnolencia que te liberaba un hilo de baba que impregnaba la almohada. Con la brisa que inflaba las cortinas y los visillos me llegaba la repetición una y otra vez de un acorde de trompetas con que se iniciaba la obertura de Guillermo Tell, de Rossini, con las interrupciones, las voces del director quien con unos golpes de la batuta contra el facistol advertía. “Uno de los trombones se ha tragado una fusa”.

Todos los días, al caer la tarde, por las ventanas de alguna casa salía hasta la calle un sonido de clarinete, de saxofón, de trompeta o bombardino. Era algún joven labrador que después del trabajo en el campo aprendía a dominar el instrumento y ensayaba, tal vez, el solo del pasodoble Pepita Greus o un fragmento de la zarzuela El barberillo de Lavapiés. En el pueblo, de La Vilavella, había en mi niñez toda clase de sonidos naturales, que apenas habían variado desde la Edad Media, el yunque del herrero, el flautín de afilador, el grito de algún buhonero, el ladrido de los perros, el zureo de los palomos, los pájaros en el tejado, el relincho de los caballos, las campanas de la iglesia que tocaban a misa, a gloria o a muerto, pero en medio de estos sonidos agrícolas era el de la banda de música Santa Cecilia el que llevo en la memoria llena de pasacalles, conciertos, procesiones y serenatas.

Un día dejé atrás todos esos sonidos. Con el tiempo desde el pueblo recibía una llamada de teléfono. “¿Sabes quién se ha muerto?“. A continuación, esa voz pronunciaba un nombre. Era un amigo de la infancia. Sucedía lo mismo que en la película Cinema Paradiso. “Deberías venir al entierro. Te quería mucho. Siempre hablaba de ti”. Cuando empecé a escribir me era muy difícil eludir la música que había oído de niño y que formaba un paisaje sonoro de mi memoria. Era suficiente con nombrar en algún párrafo una canción que fuera popular para asistir al milagro de que el tiempo se contraía alrededor de su melodía que a su vez trasportaba todas emociones y sentimientos de una época. Llevo asociado la música de la película Candilejas al deseo que mantenía en secreto de llegar a ser escritor, Renato Carosone y Doménico Modugno a la música italiana del festival de san Remo que llegaba envuelta con los primeros amores de verano y finalmente sobre toda la música de mi niñez y juventud de pronto Sinatra fue barrido por Elvis Presley con el grito que era a un tiempo aullido selvático, oración y lamento que me abrieron el camino del jazz, del blues y de toda la música del alma.

El espíriru de la banda de música de La Villavella lo mantiene Joaquín Mechó, mi querido compañero en la escuela rural, lo sigue manteniendo su sobrino Pablo y lo dirige Daniel Moliner. Entre ellos han montado un concierto homenaje con parte de la música que está en mis libros y ha vertebrado mi literatura. Permitidme que les dé las gracias desde aquí. Esas melodías que han sonado en la noche de verano, llevaban incluidas pasacalles, fiestas, historias de postguerra, placeres y desgracias, siestas con la brisa de los pinos del balneario y el mar con todos sus sonidos.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.
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