Bibliotecarios unidos: la red internacional que socorrió a los republicanos españoles
Un puñado de cartas desperdigadas en archivos en Castellón, París, Nueva York y California revelan la existencia de una intrincada maquinaria que proporcionaba ayuda a los intelectuales internados en los campos de concentración franceses

Un puñado de cartas desperdigadas en archivos en Castellón, París, Nueva York y California revelan la existencia de una vasta e intrincada red internacional de bibliotecarios antifascistas que durante la posguerra española colaboraron desde distintos puntos del planeta proporcionando ayuda a los intelectuales republicanos internados en los campos de concentración franceses. Una misiva del bibliotecario aragonés Juan Vicéns dirigida a su colega estadounidense Harriet Eddy en 1936 revela la pasión de ambos por el oficio: “Vamos a ganar esta guerra. […] Los fascistas destruyen bibliotecas por todas partes. El pueblo construye una en cada nuevo lugar que ocupa“.
Los refugiados republicanos sobrevivieron en esos campos sin renunciar a la cultura: impartían clases, organizaban conferencias y publicaban boletines hechos a mano. Su “barracón de la cultura” funcionaba a pleno rendimiento en medio de la arena y unos documentos, casi inaccesibles hasta su digitalización el año pasado, iluminan la vida cotidiana. Uno de esos textos procede del campo de Saint Cyprien y se abre con una rotunda justificación: “Escrito entre arena y viento, lluvia y frío, hambre y suciedad, sin pretensiones de ninguna clase, no pretende ser sino una aportación documental al recuerdo de este episodio de nuestra vida de exilados”. Vicéns le contó a Eddy que al cruzar la frontera los españoles tenían que mostrar que disponían de dos mil francos para no ser arrestados de inmediato. Él había evitado su internamiento refugiándose en el coche de una periodista inglesa amiga suya que lo sacó de allí a toda velocidad.
Las ramificaciones de esa red de lucha política y apoyo humanitario tenían un alcance trasatlántico. Un grupo de archiveros instalados en Francia, México, Estados Unidos y Venezuela puso en marcha una eficiente maquinaria para ayudar a esos refugiados que vivían al aire libre, hacinados en la arena “como ganado”. Dos cartas intercaladas en el testimonio Aspectos de la vida en un campo de concentración reflejan esa colaboración. Una de ellas, escrita en inglés por la bibliotecaria Annita Ker desde la Biblioteca Nacional de Caracas y dirigida a la Biblioteca del Congreso en Washington, informaba de que Vicéns quería vender una singular colección de boletines sacados de los campos de concentración. La misiva resaltaba el valor de esa colección que “por su interés humano, artístico y documental constituye una rareza bibliográfica extraordinaria”. El lote estaba en venta por quince mil francos, que se destinarían a la ayuda humanitaria al tiempo que se garantizaba su preservación en un archivo. Otra carta posterior dirigida al filósofo George Bataille —que trabajaba como archivero en París— refiere conversaciones para vender una parte del lote a la biblioteca estadounidense y donar algunos documentos a la Biblioteca Nacional de Francia.
En esas mismas fechas se fundó en Estados Unidos el Consejo de Bibliotecarios Progresistas, que defendía la cultura y la democracia, se oponía a la censura y se interesó particularmente por la causa de los refugiados republicanos españoles, a los que prestó apoyo enviando dinero y ayuda material e intentando pagar algunos pasajes. Trataron de sacar de Francia a contrarreloj a compañeras como Teresa Andrés, que presentaba un caso severo de malnutrición, tenía un niño pequeño y estaba embarazada. Una carta de esta bibliotecaria vallisoletana refiere la angustia creciente de quienes se habían quedado atrapados en la Francia invadida, y le pide a Vicéns que agilice las gestiones: “Para que el Progressive Librarians Council convierta su ayuda en el pago de mi billete y el de mi hijo hasta México […] Es la cuestión de mi hijo la que me hace considerar con angustia el invierno que se avecina“. Conseguir visados y encontrar pasajes era un proceso muy costoso y complicado, pero la red humanitaria perseveró en su tarea.
Una carta de Vicéns al escritor Max Aub hace referencia al empeño de dos bibliotecarias norteamericanas, Harriet G. Eddy y Adele Martin, subrayando que estaban implicadas en la lucha antifascista y volcadas en campañas “para reunir fondos con que ayudar al movimiento subterráneo en España”. Martin dirigía una sucursal de la Biblioteca Pública de Nueva York en el barrio de Chelsea y sus notas revelan el papel que le concedía a su trabajo: “Todas nuestras actividades en 1943 han estado destinadas a ganar la guerra”. Eddy trabajaba como organizadora de bibliotecas en California y había sido invitada en 1927 a visitar la Unión Soviética para compartir su experiencia profesional.
Las cartas del aragonés a Eddy reflejan las penurias de numerosos intelectuales y artistas en los campos. El escritor Pedro Garfias había estado al borde de la muerte ingresado en un hospital que era “peor que una pocilga”, el músico José Castro Escudero estaba casi ciego y sin gafas, y el pintor Manuel Ángeles Ortiz había sido trasladado a pie a otro campo a pesar de la fiebre. Los esfuerzos se centraban en tratar de hacerles llegar medicinas y alimentos, sacarlos del cautiverio y ayudarlos a escapar. Constancia de la Mora refiere desde su exilio mexicano una donación de ropa y de una máquina de escribir y le agradece a Eddy el envío de unos dólares, comentando que se los remitirá al yerno de Unamuno, el poeta José Quiroga Plá, que permanecía en Francia sin recursos. El bibliógrafo español Homero Serís escribe desde Brooklyn sirviendo de emisario y traductor del agradecimiento de Teresa Andrés, que no había logrado escapar: “No se puede nada ahora porque no hay manera de salir de Francia (…) Como no puedo hacerlo personalmente te ruego trasmitas al Consejo de Bibliotecarios Progresistas mi eterna gratitud por la solidaridad mostrada”.
Los boletines y documentos creados por los refugiados en los campos fueron confiscados por la policía francesa y devueltos luego por orden del juez, pero en medio de esa crisis bélica la venta nunca se cerró. El bibliotecario aragonés partió para México un mes antes de que los nazis entraran en París, mientras que Teresa Andrés permaneció en Francia, colaboró con la Resistencia y custodió los materiales durante esos años difíciles hasta su prematura muerte en 1946. En 1948 se registró la donación de esa documentación a la Biblioteca Nacional de Francia y puede consultarse en el repositorio digital Gallica. La bibliotecaria burgalesa Ernestina González, cuñada de Vicéns, se instaló en Nueva York tras la guerra para volcarse en la causa antifranquista.
En unos pocos años la “histeria roja” puso punto final a muchas de las actividades de estos bibliotecarios progresistas. Fueron vigilados por el FBI, se les retiró el pasaporte y algunos perdieron su trabajo siendo acusados de ser “antiamericanos”. En ese ambiente sofocante Ernestina y muchos otros antifascistas partieron hacia México, que permitía a los estadounidenses cruzar la frontera con una tarjeta de turista. Se convertían así en refugiados del macartismo. La caza de brujas dio rienda suelta a la censura de libros: obras como Robin Hood se volvían sospechosas por el mensaje disolvente que promovía un protagonista que robaba a los ricos para compartirlo con los pobres. Eran malos tiempos para los lectores y bibliotecarios progresistas.
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