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Una maleta de lecturas para viajar por la costa del mar Adriático

La lista de autores que han escrito sobre las tierras adriáticas inluye desde a Claudio Magris hasta a Radoslav Petković, pasando por Joseph Brodsky, Donna Leon, Thomas Mann o Italo Svevo

Vista de Venecia desde la isla San Giorgio (1697). Gaspare Vanvitelli.

Tal como cuenta Predrag Matvejević en Breviario mediterráneo, el Adriático antes era denominado Golfo de Venecia. La larga sombra de la Serenissima se extendía hasta la bota itálica, hasta las tierras de Otranto, ensanchando una larga estela de poder político y económico, también estético. “Venecia es un pez. Compruébalo en un mapa. Parece un lenguado colosal tendido en el fondo. ¿Cómo es posible que este animal prodigioso haya remontado el Adriático para venir a guarecerse justo aquí?”, se pregunta Tiziano Scarpa en Venecia es un pez. Una guía.

Las conexiones también son centroeuropeas, por lo que Jorge Canals escribió Las tres Venecias, el Trivéneto de Trentino-Alto Adigio, Véneto y Venecia Julia, como espacio político y artístico mittleuropeo.

Venecia siempre fue objeto de inspiración. Como escribía Robert Kaplan en Adriático: “En la ciudad no puede pronunciarse una sola palabra que no sea un eco de algo que ya se ha dicho”. Joseph Brodsky llegó a la cúspide literaria con Marca de agua, como también lo logró Mary McCarthy en Venecia observada.

Claudio Magris, el 27 de agosto de 2018, en Edimburgo.

Han sido muchos los autores apasionados por una ciudad que es capaz de obturar los sentidos, desde Thomas Mann con La muerte en Venecia, Cees Nooteboom en Venecia. El león, la ciudad y el agua o Jan Morris en Venecia. Algunos también han escrito sobre la capacidad de ese lugar de instigar los placeres más bajos sobre las aguas turbias y venales, como la escritora norteamericana Donna Leon, a través del comisario Guido Brunetti.

Radoslav Petković, en Destino y observaciones, cuenta un viaje en dirección a Pula, y pasa cerca de Trieste, como un lugar expuesto al mar, pero recóndito entre las montañas circundantes, mientras el tren avanza lentamente por los raíles: “Debemos de estar cerca de Trieste, pensé, mirando abajo, hacia el valle; el otro lado estaba rodeado por colinas bajas cubiertas de vegetación raquítica, y el cielo se abría paso entre ellas. Y luego, en el fondo de uno de esos resquicios, algo brilló poderosamente. El mar”. Resulta chocante cómo el interior europeo de tierras negras y bosques húmedos inadvertidamente se convierte en estribaciones calcáreas de pinos y matorrales secos.

Una imagen de Trieste.

Javier Reverte describió la geografía itálica del Adriático en Suite italiana: un viaje por Venecia, Trieste y Sicilia, pero de su lectura se infiere que la costa adriática es un mar de ciudades. Cada una de ellas representa un cosmos en sí mismo, a veces disociado del estado al que pertenece. Este es el caso de Trieste, probablemente la ciudad menos italiana de las ciudades italianas y sin embargo de las más europeas y literarias. La ciudad del Caffé San Marcos, del Caffè degli Specchi o del Caffè Tommaseo pasa por ser la urbe de la intimidad literaria, donde el creador se encuentra con un espejo existencial, entre la melancolía del silencio de sus calles y los edificios refinados. En la búsqueda de su identidad, tal como narró Scipio Slataper en Mi carso, se reflejan los ciclos históricos, la decadencia del tiempo y la desorientación identitaria del imperialismo austro-húngaro y de las gentes de mar, todavía presente en la convivencia de pescadores eslovenos e italianos istrianos. Su amigo Giani Stuparich lo narró brillantemente en tres joyas adriáticas: La isla, Un año de escuela en Trieste y Guerra del 15, donde el lector no puede abstraerse de las angustias y anhelos costeños.

Probablemente, haya sido otro triestino, Italo Svevo, el que lograra captar con más acierto en Una vida, Senectud y La conciencia de Zeno las ansiedades, contradicciones e incertidumbres de los hombres grises mediante la exploración psicoanalítica, míseros y vulnerables, sombras de autoestima baja, siempre enfangados entre la tradición y la modernidad, problema constante y aparentemente irresoluble. Todo ese aporte literario, repleto de paradojas anti heroicas se encuentra desbrozado por Claudio Magris y Angelo Ara en Trieste, un compendio académico de la historia de la ciudad, con el recurso de los testimonios literarios más insignes. Magris más que un literato, o incluso un embajador, se ha convertido en la voz de la conciencia triestina.

Esa ciudad se eleva como alegoría de la cultura europea y europeísta hasta en lo más trágico: Necrópolis de Boris Pahor es un relato atroz del Holocausto, en términos similares a la recientemente reeditada Trieste de Daša Drndić, y Verde agua, de Marisa Madieri, es una elegía repleta de lirismo sobre la condición del desplazado, donde los pasajes infantiles y los recuerdos familiares conforman el mundo y nuestra forma de estar en él. Ambas autoras, vinculadas por orígenes a la actual Rijeka, la italiana Fiume, muestran como bajo la claridad del azul mediterráneo trepida demasiada espuma manchada de sangre. Esta es la moraleja que se infiere de La frontera, de Franco Vegliani, donde la Primera y la Segunda Guerra Mundial se fusionan en el paisaje agreste de las islas dálmata. Parece mentira que las necedades humanas surjan con esa virulencia en estos parajes.

Una vista aérea de Venecia.

Porque la costa adriática se convierte en un secarral, un lugar hostil donde el carso se transforma en un desierto de piedra y plantas deshidratadas, golpeadas por la bora. Allí viven los personajes roñosos creados por Ante Tomić, autor de Milagro en el valle de los víboras, una familia de varones, asilvestrados, pero ansiosos por salir de los pedregales para encontrar esposa. Así lo narra Želimir Periš en su cuento Saludos desde Dalmacia: después de una noche de fiesta, un hombre resacoso queda asolado por una intemperie tórrida y desangelada que anuncia su tránsito a la muerte.

Otro escritor dálmata, de Zadar, Roman Simić Bodrožić, madura esos contextos ambivalentes en sus colecciones de relatos, en De qué nos enamoramos y Aliméntame, donde arqueología y actualidad, fatalidad y tumbonas pueden compenetrarse, para hacer de la literatura adriática un género anfibio.

No están claros cuáles son los contornos literarios del Adriático, si están en el tiempo o en el espacio. Robert Perišić en Una gata al final del mundo recurre a una odisea adriática de los ilirios para abordar dilemas modernos, y Mirko Kovač en La ciudad en el espejo viaja en tren a Dubrovnik en busca de su padre como si fuera a penetrar otra dimensión espacial.

Dicen los locales que los límites del Adriático están allá donde dejan de crecer los olivares y desaparecen las fragancias de la lavanda. Cabe el viaje en trasatlántico, la dicha de atravesar en ferry las más de 1200 islas croatas o simplemente llegar a un puerto de mar con un libro bajo el brazo, por ejemplo, a la bahía de Kotor. Este es un buen comienzo o un buen final para una novela de aventuras.

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