Los sarcófagos del siglo VI que apuntan a uno de los primeros templos cristianos de la Península
Un enterramiento en Burgos de la época visigoda sobre una ermita aún más antigua sugiere un hallazgo hispanorromano único


Dos esqueletos de época visigoda descansan en una mesa de un laboratorio en la Universidad de Burgos (UBU). Los huesos, de entre los siglos VI y VII, mantienen una óptima conservación que, tras analizarlos, ha permitido detectarles hernias o costillas rotas. A esos rasgos físicos se unen múltiples indicios con los que se intenta confirmar que fueron enterrados en uno de los primeros templos cristianos aún conservados de la Península, del siglo VI, construido posiblemente sobre un mausoleo romano del siglo IV. Los arqueólogos y paleoantropólogos al frente de este proyecto, desarrollado en Montes Claros de Ubierna (Burgos), anhelan más recursos para seguir estudiando estas pistas históricas. Hasta el momento, la ciencia ha ratificado sus sospechas con las edades de los muertos y de la ermita. El equipo habla, en condicional, con alguna sonrisilla entre los nervios y con la cautela propia del ámbito científico, a expensas de consolidar las claves recogidas desde que en 1996 se empezó a restaurar esa ermita burgalesa y brotaron unos huesos y viejos sarcófagos.
En 2018 se inició este proyecto junto al equipo de Ades Arqueología y Patrimonio y los arqueólogos Óscar González y Gerardo Martínez trabajaron junto a miembros de Paleoantropología de la UBU, referencia en la materia con experiencias únicas como las extraídas de Atapuerca. González recita cómo esas estimaciones iniciales se fueron afianzando: la aparición en 2022 de “dos sarcófagos intactos con sus inquilinos originales” se cifró en el siglo VI y los esqueletos, tras someterlos a las pruebas de carbono 14, se ubicaron en esa época visigoda. De momento saben que eran hombre y mujer, de unos 50 años, 1,69 metros él y 1,62 ella, probablemente robustos.

La decoración con marcados círculos concéntricos, muy propia del estilo visigótico y apreciada en yacimientos similares de Francia o Centroeuropa, abrocha estos pensamientos. Ambos yacían en dirección este-oeste, siguiendo la tradición cristiana de mirar al amanecer como símbolo de la resurrección, rito de los inicios del cristianismo peninsular, mientras los pueblos germánicos aplicaban sus tradiciones arrianas.

“Estuvimos años persiguiendo fantasmas hasta que lo hemos encontrado; ahora estamos intentando contextualizar el hallazgo y asegurar relaciones entre ellos”, afirma González, pues aguardan el estudio de los suelos para certificar que la ermita, del siglo VI y aún en pie, se erigiera sobre un mausoleo romano del siglo IV. Hasta la fecha, la basílica y necrópolis de Santa Eulalia, en Mérida, en torno al siglo VI, y el templo palentino de San Juan de Baños, del siglo VII, se consideran los más antiguos de la Península. José Miguel Carretero, director del laboratorio de Evolución Humana, paleoantropólogo y referencia en el estudio de los yacimientos de Atapuerca, lamenta la escasa financiación pública a la investigación histórica, agradece la implicación del Ayuntamiento de Merindad de Río Ubierna y de la Diputación de Burgos, además del experto equipo de la UBU, y reflexiona sobre el impacto de los hallazgos: “El coste de estos estudios es bajo y despierta una gran trascendencia social; en general está poco financiado y cuesta mucho conseguir fondos”.

Alba Navarro, Marta García y Julia Muñoz, antropólogas y en estudios predoctorales, escuchan absortas junto a Nico Chirotto, técnico de laboratorio. Este joven cuarteto celebra asistir a estas investigaciones más allá de lo estudiado en papel y tinta, como resume Muñoz: “Es una oportunidad directa de interpretar el pasado sin textos sesgados”. Una vez mostrados los restos a los periodistas, los huesos vuelven a las bolsas de plástico y cajas de cartón donde reposarán hasta que vuelvan a estudiarse. Sería todo más fácil para civilizaciones venideras, bromean, si cuando muramos pusiéramos etiquetas con nuestros rasgos.
Los sarcófagos, de piedra caliza blanca, esperan en el patio renacentista del Museo Provincial de Burgos, cobijo de múltiples restos de tiempos dispares donde la actual provincia tuvo un peso artístico e histórico propio. González y Martínez explican la “operación a corazón abierto” que supuso excavar en aquellos terrenos para extraer estas pesadas piezas pétreas. Primero hubo que horadar por debajo del conjunto, a unos dos metros de profundidad, para poder sacarlos. Fue la primera vez, agregan, que un trabajo de esta complejidad y características no se ejecutó sobre el terreno, pues aquel lluvioso otoño de 2022 exigió desplazarlos, sacarlos con mimo y ubicarlos en el Museo para escrutarlos concienzudamente. El único daño, un golpe sobre uno de los bloques, víctima colateral para la ciencia. Tan arduo fue el proceso que grabaron un documental, primero junto a la ermita y luego en las acciones posteriores: al exponerlo en Burgos hubo gente que hasta lloró de la emoción.

Martínez recuerda la sorpresa al aparecer los sarcófagos: “Al principio pensé que eran restos de una columna”. Las acciones posteriores revelaron sendos accesos de agua en épocas distintas a juzgar por el limo y por los huesos removidos, pues los pesados (fémur, tibia) aguantaron y los menores (falanges, costillas) se esparcieron por el ataúd de piedra. Había un limo marrón, creen, procedente de una entrada de agua al poco del entierro; otro, blanco, lo achacan a filtraciones y al uso de la cal en la pared construida sobre ellos en el siglo VIII, no sin antes poner una capa de tierra protectora, señal de que se conocía la existencia de la necrópolis. Se une Luis Araus, director del museo. Araus subraya la dedicación del grupo para extraer conclusiones clave para el periodo y rememora los vestigios de otros siglos y milenios en estas tierras, donde aún emergen tesoros como esos sarcófagos: “Justo antes una señora nos ha comentado que ha encontrado uno así en la huerta”.
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