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EL FARO DEL FIN DEL MUNDO
Columna
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Cómo enviar un mensaje atravesando al portador con tres lanzas

La revisión del cruento sistema de mensajería divina de los antiguos getas conduce hasta Heródoto, una vieja película, Mircea Eliade y una mariposa azul

Reconstrucción del rito geta dacio del envío de un mensajero al dios Zalmoxis por medio de un sacrificio humano.
Jacinto Antón

Probablemente el sistema de mensajería más bestia de la historia sea el que empleaban los antiguos getas, “los tracios más valerosos y más justos”, según Heródoto, que estaban emparentados al parecer con los dacios, el pueblo que presentó tanta resistencia a los romanos en el siglo I. Cuenta el escritor y viajero griego en el libro IV de su Historia, llena de tantas cosas amenas (la forma de desollar los escitas a sus enemigos, el relato de cómo el rey Candaules convirtió en mirón de su mujer desnuda a su cortesano Giges, las costumbres sexuales de las amazonas), que los getas “cada cuatro años despachan en calidad de mensajero, para que se entreviste con [el dios] Salmoxis [Zalmoxis], a aquel miembro de su pueblo que en dicha ocasión resulte elegido por sorteo y le encargan lo que según el momento necesitan. Y he aquí como lo envían”, continúa el padre de la Historia, siempre tan interesado en lo morboso: “Los encargados de ese menester sostienen tres venablos, en tanto que otros cogen de las manos y de los pies al que va a ser enviado a entrevistarse con Salmoxis; y tras haberlo balanceado en el aire, lo echan sobre las picas. Si, como es lógico, muere al ser atravesado, consideran que la divinidad le es propicia; pero si no muere, llenan de denuestos al mensajero en cuestión, afirmando que es un ser malvado; y, tras sus denuestos a dicho sujeto, envían en su lugar a otra persona, dándole sus encargos mientras todavía se encuentra con vida” (Historia, edición de Gredos, 1979, traducción de Carlos Schrader).

El relato suena ligero y hasta desenfadado, pero a mí esa ceremonia de mensajería cruenta me obsesiona desde que vi de niño la única película —que yo sepa— en la que aparece representada, Los guerreros del imperio (1967), un péplum de aquellos de tarde de sábado y sesión doble.

Recuerdo que me fascinaron las imágenes de las legiones romanas y las batallas pero sobre todo me impactó la historia de los dos hijos del rey dacio Decébalo en el filme, una chica, Meda (la actriz francesa Marie-Jose Nat), y un chico, Cotyso (Alexander Herescu, el Alain Delon rumano), muy unidos, y de qué manera el joven es seleccionado como el mejor guerrero dacio en una serie de pruebas que incluyen tiro con arco a caballo (Heródoto acredita que los getas-dacios disparaban flechas al cielo cuando había tormentas) y el ejercicio de ir clavando un puñal en los espacios entre los dedos de la mano abierta con los ojos vendados y al ritmo de un tambor que se va acelerando (una escena que recuerda a la similar del androide Bishop en Aliens: igual James Cameron también vio Los guerreros del imperio). El caso es que el chico para lo que está compitiendo y gana, para horror de su hermana (y mío al ver la película), es para ser el mensajero hacia Zalmoxis, vía sacrificio humano.

De forma que vemos cómo el pueblo dacio se reúne ante un montículo, Cotyso se echa sobre un altar de piedra que hay en la cúspide, donde queda observando cómo pasan las nubes; un sacerdote tipo druida hace una invocación al dios (no vaya a estar comunicando) y dos acólitos toman al joven por pies y manos y lo lanzan sobre tres largos pinchos metálicos clavados abajo en el suelo y que sustituyen en la película a las lanzas de que habla Heródoto. El acto es brutal, el guapo chico queda empalado con las tres puntas saliéndole entre el cuello y el abdomen, y va de blanco.

El mensajero sacrificado en 'Los guerreros del imperio'.

La escena me traumatizó, pese a que me tranquilizaba algo que mi hermano mayor fuera mejor que yo en todo. Puede parecer raro que de niños en los años sesenta descubriéramos en el cine de sesión de tarde, entre palomitas y caramelos Darlins, la existencia de los dacios, Zalmoxis y un rito descrito por Heródoto, pero luego he sabido que Los guerreros del imperio, en realidad Dacii (les guerriers), de Sergiu Nicolaescu, era una producción rumano-francesa auspiciada por Ceaucescu para divulgar las viejas glorias del reino de la Dacia y también recordar el crisol dacio romano, la “etnogénesis” de la nación rumana (véase el artículo Nuevas perspectivas en la recepción cinematográfica de la Historia Antigua: el ejemplo de Dacii/ Les guerriers, de Oscar Lapeña, Studia Historica, volumen 28, 2010). ¡Y nosotros que pensábamos que veíamos solo una peli de romanos! Del éxito de la producción da fe que es el segundo filme histórico rumano más visto (tras Mihai Viteazul, Miguel el bravo) y la cuarta película más vista de todos los tiempos en Rumanía. Tuvo incluso una secuela en 1968, La columna (por la de Trajano), de Mircea Dragan, en la que se mostraba con mucho detalle el suicidio de Decébalo y volvía a mencionarse a Zalmoxis.

Muchos años después, en plena etapa de entusiasmo sin límites por Mircea Eliade (antes de descubrir su antisemitismo juvenil, su conexión con la Guardia de Hierro y su cruel indiferencia ante la suerte de su amigo judío Mihail Sebastian) me reencontré con la ceremonia del mensajero en el célebre ensayo del historiador de las religiones De Zalmoxis a Gengis-Khan —mi ejemplar es de 1985 en Ediciones Cristiandad (!)—. El libro, muy influenciado por Dumézil, aborda con notable entusiasmo los orígenes de los dacios (“los lobos del Danubio”) o getas occidentales, sus creencias y el culto a Zalmoxis o Gebeleizis, que Eliade, en plena forma, describe como de corte iniciático y mistérico, relacionado con los mitos de Dioniso y Orfeo y con influencias chamánicas. En cuanto al sacrificio del mensajero, que a M. Eliade le fascina casi tanto como a mí, destaca el historiador la originalidad de que no se trata de un esclavo o un prisionero de guerra, sino de un hombre libre y, en su interpretación, de un iniciado en los misterios de Zalmoxis. Eliade ve relevante que se le sacrifique en el aire (lanzándolo en plan manteo), lo que apuntaría a que Zalmoxis era un dios celeste, además de ctónico. Y relaciona la cruenta mensajería con un rito que reactualiza la situación primordial en que los hombres podían establecer comunicación directa con los dioses.

El sumo sacerdote de Zalmoxis en el filme 'Los guerreros del imperio'.

Recientemente, he vuelto a encontrarme con el mensajero en un libro editado por Desperta Ferro, Tracios, getas y dacios, del especialista en reconstrucción histórica e ilustrador (es el autor de las sensacionales portadas de la revista Desperta Ferro Antigua y Medieval) Radu Oltean. En una de las páginas del libro, que repasa la historia de las tribus tracias, entre ellas getas y dacios (que algunos autores consideran que son lo mismo), aparece representado el sacrificio humano a Zalmoxis, en una “recreación ideal basada en los escritos de Heródoto”.

Oltean transcribe el relato del historiador griego y lo dibuja de manera distinta a lo que muestra Los guerreros del imperio pero con similar poder de conmoción. Vemos a dos resueltos guerreros dacios sobre un pequeño talud levantar cogido por los brazos y los pies al mensajero, que parece piadosamente inconsciente, y estar a punto de lanzarlo sobre otros tres individuos que aguardan un poco más abajo con las lanzas en alto asidas con firmeza. La escena está dramáticamente congelada mientras el humo de una gran hoguera en segundo plano vela con su humo el sol y se recortan detrás las siluetas de otros miembros del pueblo dacio. El autor recuerda que no sabemos si en realidad el culto a Zalmoxis pervivía entre los dacios del Danubio en el siglo I.

Una escena de 'Los guerreros del imperio'.

Una de las pocas personas con las que he podido hablar alguna vez del sacrificio del mensajero fue con Patrick Leigh Fermor, el escritor de El tiempo de los regalos, exhéroe de guerra y polímata donde los haya. Hace años, comiendo juntos, en los postres, saqué a colación el tema y los ojos le brillaron mientras la boca se le abría en una sonrisa curvada como una falx, la espada característica de los dacios. Lo sabía todo del tema, el querido Paddy. El otro día, al repasar el libro de Eliade sobre Zalmoxis, me emocionó descubrir —cuando lo leí originalmente no conocía a Leigh Fermor— que en los capítulos finales sobre el folclore de Dacia y de la Rumanía moderna, el historiador analiza el Mioritza, la balada popular que tanto significó para Paddy: durante uno de los periodos más hermosos de su vida, en los años treinta, acogido en Baleni, la finca moldava de los Cantacuzeno, tradujo ese poema nacional rumano junto a la princesa Balasha mientras vivían una arrebatadora historia de amor. Mioritza, “ovejita”, cuenta la historia de una corderita que advierte al pastor que la cuida que sus compañeros planean matarlo. Él, sorprendentemente, no trata de evitar la muerte, acepta su destino, le comunica sus últimos deseos al animalito y le encomienda que diga a todos que no ha muerto, sino que ha partido, se ha transformado de alguna manera. Eliade apunta la relación del poema con una pervivencia del mito de inmortalidad de Zalmoxis y el rito del mensajero…

Representación del que se cree es Zalmoxis (a la derecha, desnudo con un hacha) en una tumba tracia.

Sea como sea, cine y escatología, drama y misterio, la imagen del joven mirando al cielo recostado aguardando sobre la piedra sacrificial (¿qué otra cosa es la vida?), y ese instante de fulgor y esperanza en el aire antes de caer sobre las puntas afiladas, resuenan de una manera extraña en el corazón, despertando un eco en los largos días de verano, mientras las espigas agitan su dorado esplendor en la inexorable ceremonia del transcurrir de los días.

Un ejemplar de mariposa 'Papilio zalmoxis'.

A punto de acabar este texto he descubierto la existencia de una bellísima mariposa africana relacionada con el mito, la mariposa gigante azul de cola de golondrina, cuyo nombre científico es Papilio zalmoxis y fue bautizada así en honor de la divinidad mencionada por Heródoto. Un símbolo conmovedor de nuestro mensajero.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.
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