‘La buena suerte’: el valor de unos personajes hondos a los que querer
Aunque no es una película redonda y su dirección opta por una puesta en escena contenida, la protagonizan personas a las que amar

En los últimos años, el cine español ha avanzado notablemente en su dimensión visual. La iluminación, el diseño de producción, el cuidado en la puesta en escena y una cierta sofisticación técnica han dejado atrás una cierta aspereza de épocas anteriores. Sin embargo, en ese afán por el empaque formal, a veces se echa de menos lo más básico: una historia que respire humanidad. Que sus personajes nos importen. Que la empatía supere al envoltorio. Y ahí es donde La buena suerte, décimo largometraje de Gracia Querejeta, encuentra su mayor virtud.
Basada en la novela homónima de Rosa Montero, La buena suerte no es una película redonda. Su dirección, sin ser plana, opta por una puesta en escena contenida, incluso académica. La imagen, apagada en ocasiones, parece rehuir el brillo. Y la parte más próxima al thriller, esa deriva hacia la sospecha criminal, puede generar dudas de credibilidad. Pero es justo en lo que otras veces falta donde aquí se gana el partido: la hondura de los personajes, su carnalidad, su calidez. No hay fuegos artificiales, pero sí personas a las que amar.
El punto de partida puede parecer forzado: un arquitecto (Hugo Silva, doliente y sobrio) se baja de un tren en marcha y se instala en lo que a todas luces es un pueblo desangelado, un lugar “de mierda”, como repite el propio personaje. Pero lo que en otra historia podría sonar a impostura aquí se convierte en una fábula naturalista sobre la redención y la búsqueda. Lo que empieza como una huida termina siendo una salvación inesperada. No es una historia de grandes gestas, sino de pequeños gestos.

Frente al personaje quebrado de Silva, irrumpe con fuerza y luz la energía de Megan Montaner. Su interpretación rebosa vitalidad, naturalidad, ternura. Es difícil no rendirse a su humanidad, a esa mezcla de hechizo y determinación que construye sin aspavientos. Junto a ellos, un puñado de roles secundarios dibujados con apenas un par de trazos, pero certeros: el guardia civil bonachón que interpreta Chani Martín; la policía sensata de Francisca Horcajo; o ese anciano que borda Miguel Rellán, rugoso por fuera y frágil por dentro. Querejeta enlaza aquí con lo mejor de su filmografía: esa capacidad para retratar ambientes cotidianos, silencios familiares, vínculos rotos o por reconstruir. Como en Héctor o Siete mesas de billar francés, la directora vuelve a adentrarse en la complejidad emocional sin necesidad de subrayados, fiel a una mirada que huye tanto del tremendismo como del sentimentalismo. Y, de nuevo, con un poso claramente español: en el habla, en los espacios, en los códigos no escritos de una comunidad que no necesita presentación.
En el fondo, La buena suerte forma parte de esa corriente reciente del cine nacional que transita del asfalto a lo rural. Como ocurría en Un amor, de Isabel Coixet, basada en la novela de Sara Mesa, hay aquí una huida del ruido para encontrarse con lo esencial. La fealdad del entorno (real, palpable, sin ornamentos) no impide que en su interior florezca la belleza, o la crudeza, de la conexión humana. A veces el tono se resiente ante la convivencia de géneros —de la comedia costumbrista al drama social, de la intriga criminal a la política familiar— sin que los engranajes encajen del todo. Pero lo que queda es la modestia del relato (que seguramente tanto le deba a la novelista Montero, pese a la evidente poda del libro). Y la calidez de sus criaturas, la dignidad de lo pequeño. Como se dice en uno de sus diálogos más nítidos, esta es una historia de buena gente, mala gente, y de esos grises en los que habita la mayoría.
La buena suerte
Dirección: Gracia Querejeta.
Intérpretes: Hugo Silva, Megan Montaner, Miguel Rellán, Eva Ugarte.
Género: drama. España, 2025.
Duración: 90 minutos.
Estreno: 6 de junio.
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