Cristian Alarcón indaga en las “masculinidades cyborg”
En una conferencia performática en Madrid, el escritor y periodista chileno ilustra con su propia biografía cómo se forja la obediencia corporal
“No estoy fuera del lenguaje que me estructura, pero tampoco estoy determinada por el lenguaje que hace posible este yo”. En esta frase, Judith Butler deja claro su posicionamiento respecto al género: no existe un “yo” impermeable a las normas discursivas, pero tampoco somos meros recipientes pasivos de ellas. Esa tensión entre lo individual y lo estructural guía la conferencia performática Masculinidades cyborg, que el escritor y periodista chileno Cristian Alarcón (La Unión, 54 años) ofreció la noche de este lunes en Madrid, que parte de su propia biografía para ilustrar cómo las normas sociales impactan en la construcción de la identidad de género. Algo que también desarrolló recientemente en su obra teatral Testosterona, sobre las prácticas hormonales impuestas a niños que no se ajustaban a los mandatos de la masculinidad hegemónica.
Durante la conferencia, inscrita en el ciclo Charlas con altura, una actividad del programa 21 Distritos del Ayuntamiento de Madrid celebrada en el Faro de Moncloa, Alarcón despliega una genealogía del disciplinamiento corporal marcada por lo sensible, lo biográfico y lo político. Para sostener su relato, invoca un marco teórico que lo acompaña y potencia: Jacques Rancière, cuando habla de una “política de la sensibilidad” inscrita en sus fotografías familiares; Donna Haraway y José Esteban Muñoz, al pensar el futuro no como progreso lineal, sino como una futuridad, una promesa en construcción que habilita otras formas de habitar el cuerpo y el tiempo.
Con este marco en mente, Alarcón entra en lo concreto de su biografía, centrándose en los episodios de infancia que ilustran cómo se forja la obediencia corporal antes de cualquier intervención médica. Primero recuerda una tarde cualquiera: “Me quedé en el cuarto de mis padres. La idea llegó con un placer que me movió todo el cuerpo. ¿Cómo me quedaría ese camisón largo de mamá?… Di varios giros más. Hice reverencias y un salto. Así pasé toda la tarde jugando. Hasta que llegó el momento en el que debía quitarme todo pronto porque mamá era muy ordenada. Mientras me sacaba las joyas escuché el ruido del motor del auto… Quedé delirante de vergüenza. Mamá me gritó como si hubiera visto algo peor que todo lo que había visto en su vida”.
La secuencia inmediata pone en evidencia la estructura que regula el cuerpo: “Me pegó con una cuchara de metal. Pega en mi cabeza y me hace aterrizar rendido. Me metió bajo la ducha helada para quitarme el demonio y todo rastro de maquillaje”.
La violencia que impacta contra su forma de exteriorizarse es el primer episodio de lo que Alarcón denomina “programación anticipada”: un mecanismo que graba en la piel el mandato de obedecer antes de cualquier explicación discursiva. Poco después, llega la intervención explícita: “Fui inyectado con testosterona para masculinizarme durante dos años, al menos ocho veces. No se trató solo de una inyección. Fue una modificación epistémica”. Con una precisión describe aquella clínica donde ocurrieron las primeras aplicaciones hormonales: “En una habitación celeste, cuadrada, es como una piscina a la que han vaciado de agua hace mucho tiempo. Y siento el olor a azufre, ese olor a diablo, a limpieza, a experimento, a laboratorio. Clavan la aguja en mi cuerpo”.
Así, Alarcón articula su crónica performática: muestra cómo lo íntimo y rutinario (un niño que juega, un golpe, una inyección) refleja “la estructura”, esa red de normas cisheteropatriarcales que define qué cuerpos pueden existir y cómo. “La programación anticipada ocurre mucho antes de que el cuerpo entre en una sala médica. Ocurre con los gestos cotidianos, con las miradas que controlan, con los silencios que pesan más que los gritos”, explica.
Alarcón señala que, tras las inyecciones, la voz que adquirió ya no era la de un niño sometido al castigo: “La testosterona me dio una voz que me gusta… Me habilita una forma de estar, pero también una forma de no ser interpelado”. Para él, esto funciona como pasaporte en ámbitos laborales dominados por hombres cis, donde un “tropiezo”, en lo que respecta a masculinidad hegemónica, podía implicar una interrogación inmediata.
Pese a reconocer que su masculinidad es “una cirugía de superficie que nunca alcanzó las capas más profundas del deseo”, Alarcón ahora la reivindica como una expresión que no está basada en el control y que se permite romperla con cada gesto y acto que se salga de lo que se espera de ella. “Lo no domesticado quedó vibrando. Se volvió resto, señal débil, interferencia. Ahí se instala mi masculinidad cyborg”, señala.
La imagen del cuerpo cyborg sintetiza la idea butleriana de que el género no es un bloque monolítico, ya que contiene grietas que permiten la emergencia de otros códigos. Lo concreto (la voz, la postura, la reacciones físicas) dialoga con la estructura normativa hasta generar un sujeto capaz de cuestionar su propia genealogía.
Para Alarcón, la misma testosterona que en su infancia funcionó como instrumento de control, hoy en día brinda a las personas trans la posibilidad de explorar y afirmar sus identidades. “Algunos transicionan hacia una masculinidad hegemónica; otros utilizan esa dosis para rozar el borde de lo no binario, para decir ‘no entro en sus casillas”, concluye.
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