El hedonismo visual de Barceló
El artista llega ahora a los premios Ortega y Gasset con una propuesta exultante de plenitud vital donde todo cambia, gira y se transforma a un ritmo vertiginoso e imprevisible: tiene algo de metáfora cuajada de su mundo plástico y también escultórico

Que sin Miquel Barceló el mundo sería peor de lo que es resulta una obviedad transparente incluso para quienes todavía no hayan descubierto el lujurioso hedonismo de un creador superdotado para sacar el latido vital de la materia inerte. Las bibliotecas que pintaba en sus tiempos juveniles eran autorretratos atestados de libros de un lector voraz, aunque ya no estén en sus cuadros (o estén en sombra, invisibles). A cambio, ahora la fastuosa fauna marina ha poblado sus telas con una densidad alucinada de magia bajo control y una pericia microscópica en la captación del mundo submarino.
Lo ve, lo vive, lo navega y lo bucea desde que era el niño mallorquín que relata en un fascinante libro de confidencias, De la vida mía (en verso tomado de Luis de Góngora), recién traducido del francés al catalán y al castellano. Y, sin embargo, las reverberaciones que obtiene de los destellos en el desierto africano, de las manchas de agua y de las indumentarias de las mujeres —amarillos vivaces, azules intensos, ocres arenosos— parecen a simple vista el contramundo de esa viscosidad de peces, cuevas, conchas, fósiles o meras gambas llenas de prisas. La suntuosidad del color y del brío libérrimo se hicieron galácticos en la fascinante cúpula de la sala de los derechos humanos de la ONU en Ginebra: el subsuelo marino se encaramaba al cielo de la cúpula en un contraincendio de estalactitas turbador porque desde ningún ángulo es igual la visión y desde todos las sombras y los matices acechan al espectador.
Barceló llega ahora a los premios Ortega y Gasset con una propuesta exultante de plenitud vital donde todo cambia, gira y se transforma a un ritmo vertiginoso e imprevisible: tiene algo de metáfora cuajada de su mundo plástico y también escultórico. Ahí encontró hace años una veta onírica de fantasía y deformación casi humorística, zumbona, cuando los coches se abollan o los peces abren la boca gigante o los recipientes de arcilla se salen de sí mismos.
Por eso visitar su taller en Farrutx —con el ventanal abierto al mar y las paredes saturadas de telas de gran formato— tiene algo de viaje al delirio desatado de un creador meticulosísimo con sus materiales básicos, sus arcillas, sus pigmentos, todos ordenados de forma obsesiva en un almacén propio, todos etiquetados con precisión, aunque eso tampoco basta, pese a las decenas de cubos y paquetes que los albergan. Hace nada ha recorrido la geografía del globo —de Australia a Francia— en busca de las cuevas y grutas que contienen los testigos de la expresividad voluntaria o involuntaria de nuestros antepasados remotos: la voluptuosidad de la roca comulga con la expresividad bruta de los grumos de su pintura, a la vez que las grandes plazas de toros que lleva pintando hace muchos años acogen a un diminuto individuo en danza con el animal. Los cuadernos de notas, las notas de diario y la compulsiva voluntad de que sean las manos las que trabajen por su cuenta retratan una forma de vivir la pintura y la creación que tiene poco de oficio y mucho de inmersión vital, de absorción plena en el mundo de las formas, las imágenes, los colores y la presión física de la realidad natural.
No mueve mucho las manos cuando habla, seguramente porque las manos ya están puestas en otro sitio, encima del barro, de la tela, de la pintura, sin que los incautos observadores seamos capaces de verlo. Pero ahí está: reproduciendo el origen fundamental de la vida como existencia biológica, o como si fuese el privilegiado intérprete de la densidad orgánica de la tierra y el mar en bruto.
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