Valenciana
Aunque ya casi nadie se acuerde de Haití, hemos de procurar que Valencia no se olvide


“Pero no te olvides de Haití”. El gran Forges, después de haber dedicado algunas viñetas al catastrófico terremoto de 2010, decidió rubricar las siguientes con esa oración adversativa que apelaba a las memorias una a una, de tú a tú. Hacemos un chiste, pero no nos olvidamos de Haití. Declaramos nuestro amor, pero no nos olvidamos de. Dibujamos una caricatura, pero no nos olvidamos. Expresamos nuestro desacuerdo, pero no nos… Las palabras se apagan con el paso del tiempo y a veces el olvido es peor que el terremoto, las enfermedades, la ruina. Hay quien diría exactamente lo contrario, pero la superación del trauma y sus aprendizajes no se pueden comparar con el borrón y cuenta nueva que propicia el regreso del lado oscuro de la historia. Ojalá pudiésemos curarnos de esa sinrazón.
No voy a olvidarme de Valencia porque su naturaleza, sus ciudades y pueblos, la cadencia de su habla, olores y grado de humedad conforman la parte medular de mi memoria. Yo fui una “chiqueta” y mis amiguitas del colegio público se apellidaban Devesa, Berenguer, Verdú, Beneyto. Valencia da sentido a mi infancia, mis primeros amores, mi experiencia del paisaje. Mar, bancales, almendros y algarrobos, nocturno del barrio del Carmen. Quizá por eso estos días tan tristes he estado pensando en cómo podría utilizar lo que tengo, las palabras, la atención que ustedes me prestan, para que esas palabras, que constituyen el centro de mi vida y de mi oficio, mi patrimonio, sean algo útil.
No sé si confiar en la utilidad de la palabra será una ocurrencia. Acaso la utilidad es un concepto demasiado ambicioso; sospecho que no. En todo caso, estos días he estado pensando hacia dónde enfocar, cómo elegir el tono y los términos, y cómo estas elecciones incurren a veces en la pornografía: no sé si faltamos al respeto cuando utilizamos drones para obtener una vista aérea del desastre, o cuando apuntamos hacia un animal muerto, o cuando reproducimos el testimonio de una mujer que ha perdido a su marido, pero aún no puede expresar su dolor porque está ocupada buscando algo que ponerse para no pasar frío.
No sé si hablar de un animal muerto es una falta de respeto hacia las personas vivas, o si hablar de la ruina de un negocio es una falta de respeto hacia las personas muertas. He visto a periodistas mediáticas dando información desde un barranco y algo me ha repelido. Quizá baste con no hacer daño. Porque estos días tan tristes he leído palabras hediondas, palabras que no eran de indignación, sino de odio. He visto pedir ahorcamiento, descuartizamiento, pudrición pública. He visto cómo el fascismo, para desprestigiar lo público, se apropia del dolor de la gente que con razón se sintió abandonada. He calibrado el daño que hacen las palabras y he concluido que, si las palabras pueden hacer tanto mal, acaso puedan actuar en sentido contrario y, por lo tanto, ser útiles.
Las palabras tejen mentiras, pero también las paran. Las acciones judiciales no son patrimonio de la derecha. Las palabras confortan y denuncian. Decido usar mis palabras para algo constructivo. Aunque ya casi nadie se acuerde de Haití, hemos de procurar que Valencia no se olvide. Otra utilidad de las palabras es la de exigir recursos. Así que, más allá de toda poesía o desde el mismísimo corazón de cualquier acción poética, utilizo mis palabras para pedir dinero. Porque todo cuesta dinero: la luz, las medicinas, el agua. La asistencia psicológica. Las palabras. Pido movilización mantenida de los recursos estatales. Pido dinero. Es decir, pido el futuro, indisoluble de la memoria, que Haití no tuvo.
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