El “chiste” oculto de las fotos de Colita
La fotógrafa catalana, fallecida el domingo a los 83 años, dotaba de una intención irónica a sus imágenes que lograba dibujar una sonrisa en quien las contemplaba

A Colita, aquella Isabel Steva adolescente, las monjas de su colegio no le permitían hacer las lecturas pías en el comedor mientras sus compañeras almorzaban. A pesar de eso, ella siempre se ofrecía voluntaria y las niñas aplaudían. Le gustaba dar expresividad teatral a la vida de los santos y, ya os podéis imaginar, en qué se convertía, a través de su voz y sus gestos, la narración de un martirio. Lo que debía suponer un ejercicio de meditación, se convertía en una novela radiofónica.
Aquella educación de colegio de señoritas le sirvió, como ella decía, para conocer al enemigo: los modales le abrirían las puertas, pero llegado un punto, si fuera necesario, enseñaría los dientes de cocodrilo y ¡zas!, se saldría con la suya. Así, de sus hitos como reportera, tenemos ejemplos de su capacidad de mimetizarse y sacar partido de su condición femenina y a su educación. En 1970 hizo las fotografías en el encierro que llevaron a cabo 300 personas en el monasterio de Montserrat y logró salir de allí con sus carretes ocultos en el sostén. Semanas más tarde logró esquivar la multa de la policía y recuperar su DNI haciéndose la tonta. Años después llevó a cabo un excelente trabajo durante el entierro de Franco, donde logró zafarse de la vigilancia de la secreta, aparentando ser una buena chica afecta al régimen.










Colita era fuerte, rápida y certera. De pensamiento casi infalible, instantáneo como una buena foto. Pero su corazón, tan noble, se dilataba y empatizaba con los seres a su alrededor, ya fueran amigos o desconocidos, importantes o gente común, humanos o animales. Ella, persona de temperamento tan poderoso, era incapaz de acabar un relato sin mencionar a alguien más débil que necesitara la proyección de su causa a través de su voz.
Hoy, coherente con lo que estamos diciendo de ella, leería distanciadamente estas palabras y me obligaría a corregir el acento patético de su despedida para volver a recalcar la injusticia de las muertes en Gaza, la hipocresía de determinados políticos que miran para otro lado, la crueldad de los que celebramos los festejos mundanos sin tener conciencia plena de lo que pasa a nuestro alrededor. Así lo hizo ella en noviembre, cuando le otorgaron un premio por su trayectoria como periodista. Lo brindó a los entonces 27 periodistas palestinos asesinados en Gaza.
Hace unos días, con motivo de la preparación de un documental, habíamos estado hablando de la necesidad de impulsar su obra y su pensamiento hacia el futuro. No es suficiente con actualizarlo en el presente. Ella enseguida entendió la necesidad de injertar su trabajo fotográfico en el imaginario de los jóvenes, medir sus reacciones, lograr su interpretación. “Buena idea”, me dijo, “porque me estoy quedando sola, mis mejores amigos ya se han ido”.

El domingo le tocó a ella dejarnos huérfanos de expresión y de alegría, incapaces de ponerle voz real al drama para convertirlo en comedia. Cualquier escena fotografiada, cualquier acontecimiento visto a través de sus fotos, guardaba un “chiste” oculto, como ella decía. La intención como gag. A través del humor, las fotos de Colita hacen explotar su opinión. Quien no sea capaz de descubrir esa ironía, ya sea un contemporáneo de hoy o un ciudadano del futuro, quien no dibuje una sonrisa cómplice en la contemplación de sus fotos, es que algo se está perdiendo en su propia manera de entender la vida.
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