‘Una canción irlandesa’: un delirio cósmico de insufrible excentricidad
Los protagonistas, Emily Blunt y Jamie Dorman, parecen tener 20 años más de lo que demandarían sus personajes, dos granjeros vecinos condenados a ser pareja desde niños

La extraña y exigua carrera cinematográfica del reputado dramaturgo estadounidense John Patrick Shanley, de 70 años, está marcada por dos hitos: su Oscar al mejor guion original por la singularísima comedia romántica Hechizo de luna, dirigida por Norman Jewison en 1987 y alejada de cualquier convencionalismo; y el poder textual, interpretativo y crítico de la notable La duda, basada en una pieza teatral propia, dirigida con más esfuerzo que estilo por Shanley, y candidata a cinco Oscar en 2008. Desde entonces, ni una película más como director en 12 años, hasta la llegada de la inclasificable Una canción irlandesa, delirio cósmico de insufrible excentricidad, con reparto de estrellas, basada también en una de sus obras (Outside Mullingar) y compuesta como evidente homenaje a sus raíces irlandesas.
Hay en el texto de Shanley un aliento mágico que podría entroncar con las maravillosas rarezas de comportamiento y de diálogo de Hechizo de luna, e incluso con las particularidades casi metafísicas, aunque inmersas en una comedia de corte juvenil, de Joe contra el volcán, su debut en la dirección. Sin embargo, ese halo de fantasía casi celestial va acompañado de una visualización melosa y cursi, con aborrecibles tomas con dron sobrevolando a los personajes y, sobre todo, es que no hay modo de echarle el lazo a las cosas que pasan, a las cosas que se dicen, y al tono de la película. Para empezar, los protagonistas, Emily Blunt y Jamie Dorman, parecen tener 20 años más de lo que demandarían sus personajes —dos granjeros vecinos, condenados a ser pareja sin lograrlo desde que eran niños, y envueltos en líos familiares de cercas y enemistades—; una impresión fatal que, de todos modos, proviene de la obra original, interpretada por los aún más maduros Debra Messing y Brian F. O’Byrne.
El humor físico constante en el personaje de Dornan, basado en su torpeza, está cerca del ridículo, y el contraste entre el ambiente contemporáneo y los conflictos románticos de los personajes, casi decimonónicos, en lugar de ser original, resulta incomprensible. En ese mundo de legados y sueños irrenunciables, comandado por la chica que aspira a ser el cisne blanco del lago y por el chico que se cree abeja, aunque sus intérpretes tengan casi 40 años en lugar de 20, no se salva casi nada. Si acaso, la fuerza del primer plano de Christopher Walken, un par de bellas canciones tradicionales y la frescura, a pesar de todo, de Jon Hamm, el único que parece adecuado para su rol: un pijo americano capaz de alquilar un Rolls Royce para ir a un pícnic al campo.
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