El mal
El espanto abrasivo y el odio letal me asalta cuando veo las imágenes más salvajes e intolerables que recuerdo


Sé que existe la bondad integral, irrenunciable bajo cualquier circunstancia. Gracias a mi madre. Desde que tengo uso de razón, me mareaba suplicándome: “Nunca hagas daño a nadie, sé compasivo, no odies ni desprecies”. A veces, no le hice caso. Desde hace más de una década se ensañaron con ella el alzhéimer y la demencia. Estoy convencido de que le ofrecen los mejores cuidados en la residencia donde la interné. También la cuidadora particular, que la visita todos los días. Su locura es dulce, no aparenta sufrir en esa habitación en la que está confinada desde hace muchos años, farfulla palabras ininteligibles, sonríe. Solo se altera y gruñe si alguien pretende quitarle el muñeco que siempre está en sus brazos o a su lado. Imagino que en su perdido cerebro ese muñeco soy yo, su bebé eterno. Y pasa horas mirando con gesto placentero dibujos animados en el televisor. Serán los colores, el movimiento, yo qué sé. Benditos sean esos dibujos.
Hago esta impúdica introducción para explicar mi vértigo, la sensación de desmayo, el espanto abrasivo, el odio letal, el impulso homicida que me asalta cuando veo las imágenes más salvajes e intolerables que recuerdo. Las grabó la cámara oculta de un hombre, cuya anciana madre, enferma de alzhéimer, estaba internada en una residencia. Filmaron el mal en estado puro, representado por tres psicópatas sonrientes, auxiliares de enfermería en una residencia, que se ensañan, golpean, se burlan, pellizcan a los seres más desvalidos del universo.
Admiro la entereza y la racionalidad del hijo de la víctima para poder narrar esa barbarie. O al digno y desolado padre de Diana Quer enfrente del asesino de su hija. Yo estaría obsesionado con la venganza. O con la justicia sanguinaria.
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