Una de vikingos (autóctonos)
Un trabajo que puede interesar más por dónde y en qué momento se ha hecho, que por su contenido en sí mismo, apenas un pálido remedo de 'Juego de tronos'


Durante las décadas de los años cincuenta y sesenta, cuando el cine de aventuras aún no se había adentrado en la hipertrofia contemporánea por la fantasía, fueron relativamente habituales las películas de vikingos, tanto entre las grandes producciones de Hollywood y Reino Unido, como en las de serie B, mayoritariamente italianas. Obras como Los vikingos (Richard Fleischer, 1958), Los invasores (Jack Cardiff, 1963) y La furia de los vikingos (Mario Bava, 1961) crearon un imaginario colectivo de exótico barbarismo que, con los años, fue desapareciendo de la gran pantalla.
Sin embargo, en los últimos tiempos ha ido surgiendo un tipo de superproducción autóctona, ambientada en la Alta Edad Media, procedente de territorios como Noruega, Países Bajos e incluso Suiza, que recupera episodios históricos de sus naciones, y que hay que explicar a través de una doble vertiente: la sombra que cobija el innegable éxito de Juego de tronos, fusión de aventura clásica y fantasía contemporánea, con evidentes semejanzas en sus cuitas por el poder y en sus paisajes; y una impronta nacionalista que resulta imposible de separar del ascenso en buena parte de estos países de partidos populistas y xenófobos.
Así, a recientes producciones que traspasaron fronteras, como la suiza Northmen (2014), la rusa Vikingos (2016) y la noruega El último rey (2016), se une ahora la holandesa La leyenda de Redbad, superproducción con espectaculares emplazamientos (acantilados, castillos…), ambientada en el siglo VIII, con presencia de mitos reales como Redbad, caudillo de Frisia (una de las 12 provincias de los Países Bajos), el rey Pipino de Heristal, monarca de Austrasia (parte nororiental del reino franco durante el periodo merovingio), y Wiglek, monarca de lo que hoy son tierras danesas.
Su director, Roel Reiné, forjado en el cine de acción estadounidense, y que vive y trabaja desde hace años en Los Ángeles, ha regresado a su país para componer esta producción de maneras grandilocuentes: dos horas y 40 minutos de duración; realismo en la batalla y en la violencia, sin ahorro de decapitaciones y amputaciones; puesta en escena con cámara en continuo movimiento y utilización masiva de tomas aéreas; música constante y banda sonora asentada en los coros; y fotografía de tonos de baja saturación, casi a medio camino entre el blanco y negro y el color.
El resultado es una película curiosa, en cuyo relato destaca el ascenso del cristianismo, objeto de burlas y destrozos, y aún de mano durísima por parte de sus clérigos, pero evidentemente excesiva en cuanto a su metraje, y un tanto convencional respecto de sus conflictos, con las ansias de poder y los golpes del amor como eje. Un trabajo que puede interesar más por dónde y en qué momento se ha hecho, que por su contenido en sí mismo, apenas un pálido remedo de Juego de tronos.
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