Orfila
De las más de 200 galerías de arte que había en Madrid en los años setenta y ochenta, apenas quedan 50
El persistente cierre de librerías conlleva una decadencia de la escritura y una supuesta calamidad cultural. Pero, ¿qué decir de la pintura? De las más de 200 galerías que había en Madrid entre los años setenta y ochenta, apenas quedan 50 y la tendencia continúa siendo tanto o más cruel. Si con el “libro” se evoca siempre la “libertad” en el caso de las galerías se llega, por denigración, al cosmos de las galeras.
En uno y otro supuesto, su extinción humea como el final de unos tiempos donde sólo pocos permanecen en pie con un lábaro o un emblema. Este es el caso este año de la Galería Orfila abierta desde 1973 y bajo la dirección de un mismo propietario, Antonio Leyva. Este reducto celebra ahora su 45º aniversario con una significativa exposición del gran expresionista figurativo Francisco Mateos (1894-1976), otro añejo y recio bastión laboral.
De otra parte, no hay más que leer el cartel que ha mantenido expuesto en su escaparate Orfila para acordar el doble bien que procuran al ciudadano común estos apeaderos del arte. Por un lado, la galería ofrece al paseante un goce estético sin pagar ticket alguno. Por otro, le brinda la oportunidad de ventearle el gusto y la ocasión también de adquirir una obra grande sin que haya alcanzado todavía el altar en el museo. La visita se convierte así, potencialmente, en una fruición electiva y en una opípara inversión. Una obra de Tiziano de 1550 protagoniza el reclamo con que se ilustra este razonado alegato.
¿Comprar sólo firmas consagradas? Claro que no. Comprar lo que nos rinda un placer personal y redondear el gozo estético con el posible negocio, por si coincidieran en el porvenir.
De hecho, mis hijos me dicen al verme frecuentemente enrabietado cuando no he vendido un cuadro que no me preocupe por ese eventual desdén, porque serán ellos quienes acaben pagándolo caro.
Este no es el discurso del libro, desde luego. Esto se llama el mercado del arte. Pero, además, en el libro se clava con énfasis la mente mientras en el cuadro tanto se enfosca como disipa, tanto circula como nos circunvala. Ambos, cuadro y libro, son para muchos de nosotros, no digitales, columnas maestras de la emoción estética. O, en el caso, como ahora, en que me veo escribir con dos dedos, los apoyos físicos de una experiencia ubérrima o irracional. Por lo menos.
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