Maldito verano azul
Tiene uno sus razones para abominar de 'Verano azul', incluso sus motivos para haber celebrado la muerte de Chanquete

La muerte de Chanquete ha sido el mayor trauma conocido por la generación del posfranquismo. Y entiéndase la hipérbole tanto en las comodidades que nos trajo la democracia como en la conmoción nacional que supuso la defunción del marinero en tierra, fuera o no fuera un ejercicio de ficción. "Españoles, Chanquete ha muerto" se convirtió en el lema paródico de un país mutante cuya idiosincrasia basculaba entre la transgresión de la movida y el almíbar adanista de la serie de Mercero.
Quiere decirse que en la televisión cohabitaban Paloma Chamorro y la Abeja Maya. Y que los espacios más transgresores encontraban una fuerza compensatoria en los programas candorosos. Verano azul forma parte de ellos. O es la esencia de ellos, en la fórmula pacata y mojigata de la epifanía familiar delante del televisor, cuando no existía el cetro del mando a distancia en sus tentaciones ni arbitrariedades.
Tiene uno sus razones para abominar de Verano azul, incluso sus motivos para haber celebrado la muerte de Chanquete. Y no creo que fuéramos una minoría quienes proclamaron hacia dentro un liberador "ya era hora" cuando trascendió la noticia del fallecimiento del viejo sin mar. No ya porque se trataba de un personaje empalagoso y desmesuradamente costumbrista, sino porque la muerte de Chanquete predisponía a la extinción de Verano azul. Desprovista de la referencia patriarcal y de las prosaicas lecciones de vida que la muchachada aprendía en el puto barco, se adivinaba que la serie también agonizaba. Ninguna manera mejor de hacerlo que una canción demagógica del demagógico Dúo Dinámico, el final del verano, o algo así. Un requiem pastelero que redundaba en la ya rebosante merengada del serial, pues fue Verano azul una obra de repostería sentimental y un ejercicio de buenismo y de pandillsmo angelical a la que bien podría realizársele una severa e inquietante autopsia: ¿Dónde estaban los padres de esas criaturas? ¿Había una subtrama de especulación inmobiliaria costera? ¿Incurrían el marinero y la pintora en comportamientos inconscientemente pederastas? ¿Fue Chanquete asesinado?
Quizá estamos desvariando, o confundiendo la pátina opusina de Verano azul con una novela oscura de Chirbes, pero entiende uno legítimo vengarse o resarcirse 35 años después de aquella serie nefasta en la sintonía pegadiza de Carmelo Bernaola -no ha habido manera de extirparla de la memoria-, en la ingenuidad aventurera de las tramas y en la construcción de estereotipos: el rubio y el moreno, la guapa y la fea, el gordo y el flaco. Los niños de entonces no sólo veíamos Verano azul en las limitaciones de la primera cadena y el UHF. También jugábamos por obligación a Verano azul, de forma que la asignación de papeles se imponía desde la semejanza física. Y como quiera que yo fui un niño gordo -entonces se utilizaba el adjetivo "fuerte" como eufemismo de la obesidad-, sucedía que me llamaban Piraña. Y me preguntaban cuánto pesaba. Y anidaba en mí un ejercicio de resentimiento y de vudú precoz que contribuyó seguramente a precipitar la muerte de Chanquete, pues debíamos ser bastantes los niños para quienes Verano azul fue el peor verano de nuestra vida.
Qué purificador hubiera sido un tsunami en aquélla playa de primera comunión. Y cuánto hubiera agradecido Antonio Ferrandis haber declinado el papel de Chanquete, pues el personaje en cuestión terminó devorando su carrera, arrebatándole su nombre para siempre y demostrando que Verano azul fue una epidemia sin apenas supervivientes ni inocentes.
Por esa razón, o por todas esas razones, el verdadero verano azul de 1982 nos lo proporcionó en España la squadra azzurra, la selección italiana de calcio, el baile de Pertini en el palco y la carrera eufórica de Paolo Rossi, celebrando el 3-1 en el Bernabéu sobre los alemanes de Breitner.
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