Posmodernismo a la antigua
Hay quienes han pensado que aquel espíritu de mímesis y superación, que se ha traducido en logros mayúsculos, debía dar paso al de la deconstrucción


Al menos dos generaciones de músicos lucharon con denuedo para que escuchar un clave, una viola da gamba o un oboe barroco fuese algo natural y aceptado. De la primera de ellas apenas quedan supervivientes y las dos bajas recientes más sensibles y dolorosas han sido las de Gustav Leonhardt y Nikolaus Harnoncourt. El Festival de Música Antigua de Utrecht ha sido un mirador privilegiado desde el que observar durante 35 años cómo cambiaban no sólo instrumentos, sino también técnicas interpretativas y, sobre todo, cómo seguía vivo el anhelo de intentar emular honestamente a esos músicos de antaño a los que jamás podremos oír.
Pero hay quienes han pensado que aquel espíritu de mímesis y superación, que se ha traducido en logros mayúsculos, debía dar paso al de la deconstrucción. El grupo belga Graindelavoix tiene la virtud, por ejemplo, de volver irreconocible toda aquella música que cae en sus manos: la última víctima ha sido la Messe de Nostre Dame de Machaut, que convierten en una caricatura. Aquí, con la coartada de una supuesta conexión chipriota, han vuelto a cantar en la catedral polifonía no sólo deconstruida sino también desestructurada, desnaturalizada, desprovista de toda lógica, justo la antítesis de lo que hizo hace unos días Cinquecento en la Pieterskerk. Con un canto rudo, tosco, sin desbastar, se diría que Björn Schmelzer impone a sus músicos cantar mal y desafinadamente adrede. La gente, sin entender nada, escucha extasiada el despropósito, basado en un par o de tres de trucos de trilero repetidos ad nauseam.
L'Arpeggiata trajo aire fresco en sus comienzos, pero su deriva ha sido también la de subvertir el nuevo orden, y ahí está su reciente y esperpéntico Orfeo chamán para demostrarlo. Aquí han ofrecido un popurrí de arias de Francesco Cavalli, el gran revitalizador de la ópera a mediados del siglo XVII y el sucesor natural de Claudio Monteverdi. No fue la fantochada del Dido y Eneas de Purcell del año pasado y, aun con las consabidas instrumentaciones fantasiosas (ubicuo salterio incluido) y los improvisados interludios entre aria y aria, fue un Cavalli a ratos disfrutable. Pero en la propina empezaron los ya manidos guiños jazzísticos, el swing, una acrobática exhibición de breakdance (salto mortal incluido) del contratenor Jakub Józef Orlínsky y el viejo gag del colosal cornetista Doron Sherwin cantando como un crooner ataviado con gafas negras y con su corneta a modo de micrófono. ¿Se puede ser más posmodernamente extemporáneo?
El día siguiente, en cambio, y con el propio Sherwin en el escenario, su maestro Bruce Dickey y Charles Toet comandaron al frente de su veterano Concerto Palatino dos horas inolvidables consagradas asimismo a Cavalli, aunque esta vez a su música sacra, con la reconstrucción de un servicio de Vísperas. Con un soberbio octeto de cantantes y quince instrumentistas de ensueño, el concierto podía oírse como un perfecto epítome de las mejores conquistas del movimiento historicista: para llegar a un resultado tan emocionante y técnicamente extraordinario, todo el largo viaje anterior había merecido la pena. Porque al final resulta que, en medio de tanto posmodernismo vacuo, interpretar la música antigua así, a la antigua, sigue resultando lo más moderno.
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