Borges
Borges es el mejor ejemplo de que el entrevistado también ha de cumplir su parte del trato, ser generoso, colaborativo, asequible y certero


Corrí a ver las clases de Ricardo Piglia sobre Borges grabadas por la televisión pública argentina y disponibles en la Red. Pero no por ser alta cultura todo reluce en la televisión. Ese medio necesita destreza para llegar a donde se propone. La impresión fue de opacidad y oportunidad malograda. Quedaba en el aire resolver si la incapacidad era del medio o del mensajero. Así que, para quitar el mal sabor de boca, volví a las entrevistas con Borges, que aún flotan en el océano en botellitas abandonadas por los canales de su tiempo. Y he ahí el milagro. Porque aparece un Borges vivo y brillante, en el que late a fuego vivo una cosa bien complicada de encontrar, la inteligencia en exposición transparente, sin pose.
En sus comparecencias Borges se muestra expresivo, con los ojos brillantes, los ojos de un ciego que ve en lo más profundo. Contiene malicia, pero en dosis más altas un enamoramiento de la vida y de la cultura que le permiten ser modesto e ironizar sobre sí mismo, su trascendencia y hasta sus lectores. Hay emoción cuando habla de amistad, de pasión, pero también de los malos tiempos. Y da la impresión de que el margen de error nunca tuvo que ver con cálculos de escalada social.
Hay un Borges juguetón, que hizo de la erudición su tren eléctrico, su videojuego en el que atravesó pantalla tras pantalla de dificultad, pero reclamando siempre la palabra justa en su modesta aplicación, no la exhibida para goce de una élite altiva.
De pronto, me asaltó una tímida revelación. Daba igual que la entrevista fuera buena, el temario preparado o un mero repaso vivencial. A Borges le daba igual que le leyeran su voz en Wikipedia, que él estaba entregado a resolver las dudas, bromear y mostrarse cercano.
Es el mejor ejemplo de que el entrevistado también ha de cumplir su parte del trato, ser generoso, colaborativo, asequible y certero para que se produzca el milagro. Algo que se olvida habitualmente, con postureo y una cierta denegación de acceso que resulta coqueta y sugerente. Ese señor se dejaba agitar, como esas bolas de cristal que mil veces te seducen para ver que les des la vuelta y veas caer la nieve de su interior.
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