El ario, el judío y la honestidad
Strauss insistió en que el judío Zweig firmase los créditos de una de sus óperas en pleno nazismo

En 1931, con el inicio de su colaboración en La mujer silenciosa, se inaugura la amistad entre Richard Strauss y Stefan Zweig. La versión final del libreto de la ópera satisface plenamente a Strauss, pero llega en un mal momento: enero de 1933, el mes en que Hitler asciende al poder y semanas antes de que prohibiera toda participación de judíos sobre escenarios alemanes.
La correspondencia que los dos genios mantienen a partir de esa fecha es una sucesión de ingenuidades y decepciones. Zweig se muestra apolítico: “La política pasará —le escribe a Strauss en abril de 1933—, pero el arte permanece. Por eso debemos trabajar para lo perdurable y dejar la agitación a quienes se sientan realizados con ella”. Strauss, en cambio, opta por el pragmatismo. “Goebbels está de mi parte”, le asegura a Zweig, y para rubricarlo le dedica al ministro de Propaganda su composición Das Bächlein. También acepta toda clase de cargos y compromisos para el nuevo régimen. El peor de todos: la dirección de la Cámara de Música del Reich, cargo con que se convierte en representante oficial de la Alemania nazi. La nueva Alemania necesitaba decorarse con el célebre compositor y éste creyó que podría dominar a la bestia a su antojo.
Unos días antes de que se estrenara La mujer silenciosa, al compositor le llega la noticia de que Zweig donó los royalties al fondo de emergencia judío
La mujer silenciosa supone un desafío al régimen: en ella colaboran de igual a igual el más célebre compositor “ario” y un detestado autor judío. Los jerarcas nazis dejan la decisión final en manos de Hitler, quien excepcionalmente tolera su estreno. Pero a Zweig le incomoda pasar por judío privilegiado por el régimen. Strauss le propone a Zweig que en adelante escriba para él en secreto, una propuesta incómoda que éste intenta sacudirse proponiéndole a otros libretistas “arios”, pero Strauss sólo quiere a Zweig. En junio de 1935, unos días antes de que se estrenara La mujer silenciosa, al compositor le llega la noticia de que Zweig ha asignado sus royalties por el libreto de la ópera al fondo de emergencia judío. Strauss no se lo cree y lo niega ante las autoridades nazis, pero Zweig lo admite en una carta perdida, en la que aprovecha para recriminarle al compositor sus concesiones.
“¡Esa obstinación judía! —responde Strauss—. Así, ¿cómo no voy a volverme antisemita? […]Sólo conozco a dos tipos de hombre: los que tienen talento y los que no. […]¿Que si hago de presidente de la Cámara de Música? Sólo para hacer el bien y evitar males mayores. Habría aceptado ese molesto cargo honorífico bajo cualquier Gobierno”. La carta fue interceptada por la Gestapo y en julio de 1935 Strauss es invitado a renunciar a la presidencia de la Cámara “por motivos de salud”. Las serviles excusas de Strauss a Hitler, alegando que había escrito la carta en un momento de ofuscación, no sirvieron de nada. Con todo, fue un pequeño triunfo de la honestidad que, por insistencia de Strauss, La mujer silenciosa llegara a estrenarse con el nombre del judío Stefan Zweig en los créditos, aunque sólo durante las tres funciones que permaneció en cartel.
“En lo político, todos estos artistas carecen de carácter”, escribió Joseph Goebbels al conocer el contenido de la carta interceptada. Cierto. En nombre del arte, ninguno de los dos había querido aceptar una verdad napoleónica: que la política es el destino del hombre.
Rosa Sala Sole es autora de Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo (Acantilado).
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