“En el cielo manda Dios; en la tierra, los Muñoz”
El empresario era uno de los hombres más poderosos, junto a su hermano Álvaro, en la Barcelona gris y desesperada del franquismo


Cuando Julio Muñoz Ramonet huyó en 1986 de la justicia española se refugió en un hotel de la ciudad Suiza de Bad-Ragaz, en las montañas donde vivían Heidi y sus amigos. Llegó a este exilio de cinco estrellas tras ser acusado de crear un agujero de 4.000 millones de pesetas en la contabilidad de la Compañía Internacional de Seguros. En marzo de 1991, el juez Garzón solicitó 11 años de cárcel para él, acusándolo de estafa y falsedad. A los dos meses falleció. Su cuerpo fue repatriado al palacete de Muntaner en Barcelona, donde tantas veladas gloriosas vivió. El lugar donde conservaba uno de sus bienes más preciados: su extraordinaria colección de arte.
“En el cielo manda Dios, y en la tierra, los Muñoz”, se solía decir sobre su poder y el de su hermano Álvaro en aquella Barcelona gris y desesperada del franquismo en la que la falta de escrúpulos y los buenos contactos con el régimen bastaban para hacer fortuna. De origen humilde, amasó su riqueza a base del estraperlo de algodón y de la especulación inmobiliaria. En su imperio, formado por una nómina de 30 empresas, llegaron a trabajar más de 45.000 personas. Su poder se disparó tras su matrimonio en 1946 con Carmen Villalonga, hija del presidente del Banco Central. Tuvieron cuatro hijas: Helena, Carmen, Isabel y Alejandra.
Suyo y de su hermano Álvaro eran los grandes almacenes de El Siglo y El Águila, el Palau Robert, situado en la confluencia del burgués paseo de Gràcia con Diagonal, el Hotel Ritz y el palacete de la calle Muntaner que compraron en 1945, entre otras propiedades.
Sus negocios en Japón, Tailandia, Filipinas o República Dominicana le llevaron a los salones de dictadores como Ferdinand Marcos o Leónidas Trujillo. En Suiza, donde poseyó dos bancos, el Spard und Kredit y el Genevoise de Comerce et Crédit, recibía el lisonjero apodo del “encantador español”, por su férrea capacidad de convicción, pese a su pésimo francés, y por los paseos en sus cuatro Rolls Royce conducidos por Federico, chófer que aseguraba que también lo había sido del rey Alfonso XIII.
Quienes lo trataron le recuerdan como alguien sin excesivos conocimientos sobre arte; usaba sus obras para impresionar a los mismos invitados a los que hacía comer con cubiertos de oro. La colección que aún hoy se halla en cuestión la compró en 1950. La había creado Rómulo Bosch Catarineu que la usó como aval en 1934 de un préstamo concedido para reflotar su empresa Unión Industrial Algodonera. Ya no la recuperó jamás.
Julio Muñoz no superó, según algunas fuentes, no haber tenido un hijo. Eso explicaría la indiferencia y el desprecio con los que trató toda su vida a sus cuatro hijas. Tras su muerte, el 9 de mayo de 1991, comenzó un litigio de consecuencias insospechadas. Sus cuatro descendientes ocultaron la voluntad del padre durante años. Las tres sentencias que han dado la razón al Ayuntamiento mantienen que la colección estaba en el palacete en 1991. Ellas siempre han considerado que el inmueble y las pinturas no eran del padre, sino de Culturarte, S. A., a cuyo accionariado habían accedido ellas tras una ampliación de capital realizada tres meses antes de fallecer el progenitor. Por eso, siempre han defendido sus derechos no como herederas de ese tesoro, sino como sus legítimas dueñas.
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