Un admirable retrato de la infancia y del desgarro familiar
Hasta el momento, Cannes nos mantenía secos. Ha cambiado con la aparición del director japonés Kore-eda Hirokazu

Es muy extraño que se prolonguen los días de sequía en la programación del Festival de Cannes. Sabes que antes o después aparecerá lo más selecto en el mercado del año. Y puede haber épocas en las que la cosecha es pobre y lo mejor es escaso, o al revés, ya que hay otras en las que encuentras un nutrido grupo de películas que mantienen el estado de gracia.
Hasta el momento, Cannes nos mantenía secos, pero esto ha cambiado con la aparición del director japonés Kore-eda Hirokazu. Este es un hombre que debe de haber visto y admirado muchas veces la obra de un maestro llamado Ozu. Se nota en los planteamientos, en el tono y en los personajes de su cine. Eso no lo reduce al mimetismo ni al plagio, ya que Kore-Eda dispone de una sensibilidad, un talento y un personalidad tan autónomas como identificables. En alguna ocasión esos dones no le han servido para mucho. Pienso en una olvidable película de samurais que perpetró y en otra tirando a boba protagonizada por una muñeca hinchable que adquiría vida. Pero cuando Kore-eda acierta, y lo hace muchas veces, te puede estremecer. Lo consiguió en la muy triste Nadie sabe, crónica de la angustiosa supervivencia de unos niños que han sido abandonados por su madre y en la que el hermano mayor asume la responsabilidad de sacar adelante a esos desamparados críos. También era espléndida Still walking, que narraba una tensa, catártica y finalmente tierna reunión familiar con motivo del cumpleaños del anciano padre. Y había muchas cosas con poder de conmoción en Kiseki, empezando por la búsqueda mutua y obsesiva que establecen dos hermanos que después de la separación de sus padres viven en distintas ciudades, uno bajo la tutela de la madre y otro del padre.
Este director, que sabe tanto de lo que ocurre en las familias, de relaciones que se tuercen y de tantas cosas naturales pero también enigmáticas que ocurren en el mundo de la infancia, vuelve a hablar en Like father, like son de lo que más le interesa. Y lo hace con enorme poder de observación, sutileza, comprensión, veracidad, complejidad y lirismo.
El planteamiento es fuerte. A dos matrimonios les comunican desde un hospital que los niños que tuvieron fueron cambiados el día del parto por una enfermera aquejada de desequilibrios psicológicos. Descubren que esas criaturas a las que educan y aman desde hace seis años no son suyas. Y en nombre de la legalidad y del poder de la sangre deciden cambiarlos, que ambas regresen a sus padres naturales abandonando el mundo afectivo y material en el que han crecido protegidos, amados y felices. La situación económica, social y anímica de las dos parejas no es la misma. En una de ellas, el varón es un arquitecto brillante y con ambición desmesurada que intenta compensar con un lujoso tren de vida a los suyos pero al que su trabajo no le permite pasar demasiado tiempo con ellos. El otro dispone de un negocio muy modesto, pero disfruta y hace disfrutar continuamente a sus niños y a su mujer. Arrancar de sus raíces afectivas a los estupefactos críos supondrá un trauma de consecuencias tan dolorosas como imprevisibles para los niños y para los adultos.
Te asombra la capacidad del director para hablar con aparente sencillez expresiva pero enorme profundidad de un tema con tantos matices, para describir este drama con penetración y sentimiento, para que no haya ninguna sombra de tópicos, convencionalismos ni edulcoramiento en su retrato. Tampoco ofrece conclusiones fijas ante el enrevesado problema. El final es abierto, en el mejor sentido de ese término del que tanto se abusa cuando no sabes cómo cerrar tu historia. También logra implicar e identificar en algún momento a cualquier tipo de espectador en lo que está contando, independientemente de que algunos no seamos padres ni madres. Pero todos hemos sido niños y es imposible no reconocerse en sus reacciones y en sus comportamientos. Es una película que te hace sentir y pensar, una preciosa película.
Al prestigioso director francés Arnaud Desplechin no se le ha ocurrido una idea más sugerente que irse a Estados Unidos para contar la relación entre un indio, que fue herido en la II Guerra Mundial y arrastra traumas físicos y mentales a los que los médicos no logran encontrar explicación y un antropólogo francés especializado en la cultura india que le psicoanalizará. Como pueden intuir, las heridas no estaban en el cuerpo sino en el alma. Este ejercicio de curación está descrito de forma tediosa. La terapéutica cháchara entre el curador y su paciente puede aburrir al espectador más comprensivo. No hay problema si te duermes un rato. Al despertar sentirás que no te has perdido nada trascendente, que todo sigue igual de monótono y plano. Benicio del Toro y Mathieu Amalric son dos actores atractivos, pero su contrastado magnetismo aquí te deja absolutamente indiferente.
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