El gran fracasista

Para quienes creemos en el veredicto de las urnas más que en las manifestaciones de la calle, es buena noticia que los votos hayan decidido que habrá un Parlamento catalán muy plural. Es bueno porque crea problemas complejos que exigen soluciones complejas a través del arte de discutir, de dialogar, de anudar pactos, de escuchar a los otros, de ceder y al mismo tiempo ensancharse; estoy hablando, supongo, de cierta destreza que se desplegaba antes en el viejo arte de hacer política, destreza hoy olvidada ¿Por cuánto tiempo seguirá así? Ayer tuve un sueño tal vez ridículo: habían eliminado todas las prohibiciones de los últimos años y se aplaudía la destreza en el arte de fumar, que había venido a sustituir a la destreza de los grandes políticos de antes. De pronto, se observaba que, al volver todo el mundo a fumar, resultaba más sencillo encontrar soluciones complejas a los problemas complejos.
Intuyo que, dentro de unas décadas, si alguien vuelve a relacionar tabaco con solución de problemas, quizás ya no encuentre a nadie que pueda entenderle. Hoy día, aún podemos comprender esa relación porque tenemos bien cerca, por ejemplo, aquellas redacciones de periódicos en los que todo el mundo fumaba y reía y conversaba con la calma que daba el tiempo entonces tan lento: tiempo de tabaco y risas, de tabaco y amistad, de tabaco y quietud.
Cuando me hablan de quietud, pienso en el misterio de cualquier calma antes de la tempestad y en Chet Baker, de quien se decía que poseía el sentido del silencio, la materia prima del músico: “Se acercaba al micrófono, dejaba pasar cuatro, ocho compases, y desde el mismo momento en que atacaba la nota, esta alcanzaba toda su plenitud \[...\]. Conseguía una audición profunda del público porque daba toda la significación musical al silencio antes de empezar su solo de trompeta”.
Si en lugar de quietud me hablan de tabaco, pienso en la significación musical que el humo tenía para el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, al que considero el no va más de los fracasistas, es decir, de esas personas que se convierten en especialistas en el tema obsesivo del fracaso. De su muerte se cumplieron el pasado martes 18 años. Nadie, salvo Italo Svevo y sus 30 páginas magistrales en La conciencia de Zeno, escribió nunca mejor texto sobre el tabaco. El de Ribeyro, una especie de solo de trompeta a lo Chet Baker, se tituló Solo para fumadores y se dice que perdura en el recuerdo de cuantos lo leyeron o, mejor dicho, lo fumaron. Yo, desde luego, lo recuerdo como un texto muy fumable, que consumí con asombro y rapidez inusitada. Durante años no había vuelto a encontrarme con esa especie de biografía del humo que fue la vida entera de Ribeyro. Era como si la hubiera perdido en una vieja bocanada. Pero ayer di de nuevo con ella y, al darle un nuevo vistazo, volvió la misma sensación de antaño, una cierta impresión de felicidad. Lo celebré con música callada. Ese fue mi homenaje al autor de Solo para fumadores (editorial Menoscuarto), al creador también de memorables cuentos y de un libro inclasificable, Prosas apátridas, así como de un maravilloso diario, La tentación del fracaso, donde el gran fracasista que había en él se empleó a fondo.
Recuerdo que le sorprendía el número tan bajo de escritores que decidieron escribir libros sobre el vicio del cigarrillo cuando fueron tantos los que lo hicieron sobre el juego, la droga o el alcohol. “¿Dónde están el Dostoievski, el De Quincey o el Malcolm Lowry del cigarrillo?”, se preguntaba. Bueno, uno de ellos estaba allí mismo, era el propio Ribeyro. Pero él era tímido, o modesto, tal vez ambas cosas. Se imaginaba como Svevo en el lecho de muerte, pidiéndole un cigarrillo a su cuñado, y este negándoselo. “Sería el último”, dijo Svevo, otro gran fracasista, al que el buen humor tampoco le faltó nunca.
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