El amor (no) es cosa de dos


HBO parece a veces una casa de grillos, no tanto por la organización (impecable) de la casa como por la cantidad de voces que confluyen en un sola dirección (la del canal) pero que no podrían resultar más distintas: por un lado el humor patán de De culo y cuesta abajo (un producto ideado con la encomiable misión de arrastrar hasta el sofá a ese núcleo de población -estadounidense- que jamás pisaría una biblioteca pero que se tragarían una serie que les hablara directamente); la psicotrónicaTrue Blood, una propuesta tan marciana que al final recomendarán verla sedado/a; How to make it in America, una especie de Sexo en Nueva York para tíos con algo más de sustancia y el fenomenal Luis Guzman regalándonos la vista; Bored to death, aburrida pero con algo, sin saber muy bien que es el "algo"...
Y luego está Big Love.
Big Love empezó cuando HBO empezaba a notar los temblores post The Wire, post Los Soprano, post todo. Era una serie con un punto suicida (no de desarrollo ni de tono sino de planteamiento) que contaba la historia de un señor casado con tres señoras. Ni una, ni dos... tres.
En el horizonte la alargada figura de un patriarca que le quitaría el sueño a Satanás, siempre pendiente de hacerle la vida imposible y padre además de una de susseñoras. Con eso y la voluntad de ocultar que aquellos cuatro personajes (y sus vástagos) no son matrimonio sino otra cosa se monta la de Dios es Cristo en un palmo cuadrado.
Big Love es Bill Paxton. Actor fetiche de James Cameron, cordial hasta la extenuación, hablador en serie (a un servidor le dio una respuesta de 32 minutos en una entrevista de 34) y uno de los intérpretes más sólidos que han pasado por la pequeña pantalla, Paxton respira al personaje más de lo que el personaje respira a él y su tormento (que en ocasiones parece perpetuo) es el auténtico motor narrativo del asunto.
Sus mujeres, con los rostros de Jeanne Tripplehorne, Ginnifer Goodwyn y Chlöe Sevigny, son una triada deliciosa, rocosa, hasta hormigonada (con perdón por la expresión) en un arco emocional que va de la mala hostia a la ingenuidad pasando por la madurez o la pasión (o todo junto y agitado). Ellas son las patas de una bestia que ofreció dos primeras temporadas memorables que se le subía a las barbas al culebrón y le arañaba la cara, creando un drama distinto, un producto de goce dilatado que sorprendía por su imposible veracidad.
Luego la cosa se torció (un poco lo que sucedió con esa eterna transición que sufrió A dos metros bajo tierra entre la tercera y la quinta temporada) y todo lo que se había logrado pareció futil. Sin embargo y como en esas pelis donde el héroe vuelve al final para ajustar las cuentas al malote del pueblo, la última temporada de Big Love es carne de gourmets: jugosa, oscura y brutal.
Es un colofón magnífico para una serie que ha tratado siempre de clavar la ficción al suelo, de permanecer atada a un arco argumental creíble. El ejemplo (o uno de ellos) que me viene a la cabeza es (LIGERO SPOILER) aquel episodio donde Bill (el personaje de Bill Paxton) tiene un lío con una de sus mujeres a escondidas de las otras dos... un momento delirante que sin embargo encaja a la perfección en el universo de Big Love: una serie de tintes bigger than life donde todo, absolutamente todo, era posible.
La quinta temporada de Big Love se está emitiendo ya en Canal +, nadie debería perdérsela.
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