El último internacional en Harvard
El autor, investigador visitante español en la universidad, explica que, en el Harvard de la segunda presidencia de Trump, cada gesto de defensa de la internacionalidad se ha convertido en un acto de resistencia

Hace apenas dos semanas, mientras miles de estudiantes celebraban el commencement en Harvard bajo un sol primaveral, Alan Garber, presidente de la universidad, recibió una ovación cerrada al pronunciar unas palabras aparentemente inocuas: “Bienvenidos, graduados... de aquí cerca, de todo el país y del mundo entero”. La pausa antes de “del mundo entero” fue deliberada. El énfasis, inequívoco. “Del mundo entero, tal como debe ser”, concluyó entre aplausos atronadores. En cualquier otra ceremonia de graduación, estas palabras habrían pasado desapercibidas. Pero en el Harvard de la segunda presidencia de Trump, cada gesto de defensa de la internacionalidad se ha convertido en un acto de resistencia. Y yo, investigador visitante español en el corazón de Cambridge, Massachusetts, podría formar parte de la última generación de académicos internacionales si el expresidente logra ganar su pulso judicial contra la universidad más antigua de Estados Unidos.
Llevo meses estudiando en Harvard cómo las democracias liberales mueren no por ataques frontales, sino por la instrumentalización perversa de causas nobles. Mi investigación en el Centro de Estudios Europeos Minda de Gunzburg se centra precisamente en cómo los movimientos antidemocráticos secuestran banderas liberales —feminismo, derechos LGBTQ+, ecologismo— para socavar las instituciones democráticas desde dentro. Nunca imaginé que mi propio estatus como investigador internacional se convertiría en un caso de estudio en tiempo real.
Trump y su administración han perfeccionado este arte de la instrumentalización. Bajo el pretexto de combatir el antisemitismo en los campus universitarios —una causa genuina y necesaria—, han lanzado un ataque sin precedentes contra Harvard. La ecuación es diabólicamente simple: acusar a la universidad de tolerar el antisemitismo, exigir cambios draconianos en su gobernanza académica, y cuando Harvard se niega a ceder su autonomía, castigarla cortando 3.000 millones de dólares en fondos federales y revocando su capacidad para matricular estudiantes internacionales. Es el mismo patrón que he documentado en mi investigación sobre el “homonacionalismo”: utilizar la defensa de los derechos LGBTQ+ para justificar políticas xenófobas contra musulmanes “homófobos”. O invocar el feminismo para prohibir el velo. Causas nobles convertidas en caballos de Troya del autoritarismo.
Lo que está en juego trasciende mi visa J-1 o los 6.800 estudiantes internacionales que representamos el 27% del alumnado de Harvard. Estados Unidos está cometiendo un espectacular acto de autosabotaje académico. Mientras China escala posiciones en el Nature Index con nueve de las diez mejores instituciones de investigación científica, Trump declara la guerra a la única universidad estadounidense que aún corona esa lista: Harvard.
Los números son demoledores. Los estudiantes internacionales aportan en EE.UU. más de 40.000 millones de dólares anuales a la economía estadounidense y sostienen 380.000 empleos. En las diez mayores empresas tecnológicas del país, la mitad están dirigidas por inmigrantes. El mismo Elon Musk no habría construido Tesla en Estados Unidos si las políticas anti-estudiantes extranjeros de Trump hubieran existido cuando llegó desde Sudáfrica. Sergei Brin no habría desarrollado Google. Jensen Huang no habría creado Nvidia.
Pero el daño va más allá de las métricas económicas. La lucha contra Harvard no es solo la lucha contra una universidad; es contra una idea. La idea de que el talento no tiene pasaporte, de que el conocimiento no reconoce fronteras, de que las mejores mentes del mundo pueden reunirse en un lugar para empujar los límites del saber humano.
Permitidme ser personal. Este año en Harvard ha transformado mi forma de pensar e investigar. He tenido debates teóricos sobre democracia, sistemas electorales o polarización con los mayores expertos en comportamiento político, pero también con historiadores y economistas de primer nivel. He refinado mi metodología experimental en seminarios donde la excelencia no es una aspiración sino el punto de partida. Me he convencido de que la verdadera investigación atraviesa las disciplinas académicas y las nacionalidades de quienes la practican.
La paradoja es cruel. Mientras investigo cómo las identidades políticas y sociales pueden manipularse para erosionar la democracia liberal, veo cómo mi propio estatus como académico internacional se convierte en munición en la guerra cultural de Trump.
Por ahora, los tribunales han bloqueado temporalmente las acciones más draconianas de Trump. La jueza Allison Burroughs ha impedido la cancelación inmediata de visas mientras se litiga el caso. Pero el daño ya está hecho. Las búsquedas de programas de doctorado estadounidenses han caído entre un 25% y un 40%, mientras que las de universidades australianas y suizas se han disparado. Decenas de académicos brillantes que habrían elegido Estados Unidos están mirando hacia otros horizontes.
Lo que presenciamos no es solo un ataque a Harvard o a los estudiantes internacionales. Es un asalto a la idea misma del conocimiento como empresa universal, y los europeos deberíamos reconocer el patrón. Trump no está innovando; está importando. Su ataque a las universidades sigue fielmente el manual de Viktor Orbán en Hungría, quien expulsó a la Universidad Centroeuropea de Budapest, o el de Vladimir Putin, que ha cerrado o controlado decenas de instituciones académicas independientes en Rusia.
La lección para España y Europa es clara: las tácticas autoritarias viajan. Lo que funciona en Budapest o Moscú se prueba en Washington, y lo que triunfa en Washington puede intentarse en Madrid o Ámsterdam. Las universidades no son objetivos casuales en esta guerra cultural global. Son, junto con los medios de comunicación independientes y el poder judicial, los últimos contrapesos del pensamiento crítico y la resistencia democrática.
Mi investigación sobre la instrumentalización de causas nobles para destruir la democracia liberal nunca fue tan urgente ni tan personal. Porque ahora no estudio el fenómeno desde la distancia académica; lo vivo en carne propia. Y mientras escribo estas líneas desde mi oficina en Cambridge, con la visa J-1 que podría ser de las últimas que Harvard pueda patrocinar, comprendo que mi generación de académicos europeos tiene una responsabilidad histórica.
Debemos documentar, analizar y, sobre todo, diseñar protocolos de resistencia democrática. Porque cuando la búsqueda de la verdad —el “veritas” que adorna el escudo de Harvard— se convierte en enemiga del Estado, no es solo una universidad la que está en peligro. Es uno de los últimos resortes del edificio de la democracia liberal.
Alberto López Ortega, profesor adjunto en la Universidad Libre de Ámsterdam. Becario Ramón Areces y profesor visitante 2024-2025, Universidad de Harvard.
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