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ROBERTO MATTA
Tribuna
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Tras el último surrealista

En ‘El vértigo de Eros’, Rafael Gumucio dibuja un perfil original, disperso y ecléctico sobre Roberto Matta, quizá el artista plástico más importante de la historia chilena

Exposición de las obras de Roberto Matta en el Museo Cà Pesaro, en Venecia (Italia), en octubre de 2024.

Dueño de un vitalismo intenso, propio de los genios que aparecen muy de tanto en tanto; conocedor de su propio talento y consciente de que quiere dejar tras de sí una huella indeleble, original. Bajo esos signos Rafael Gumucio (Santiago, 1970), autor fundamental de nuestra escena literaria, dibuja un perfil original, disperso y ecléctico sobre Roberto Matta, quizá el artista plástico más importante de la historia chilena. El vértigo de Eros se centra en los días que el arquitecto devenido pintor pasó en una ciudad que no era, todavía, el centro del arte y la cultura mundiales, o que precisamente en esos años cuarenta pasó a cumplir ese rol y se convirtió en lo que sigue siendo hoy. Como dice Gumucio, es durante esa década que Nueva York se convierte en una ciudad que representaba el futuro, mientras que Europa era, cada vez más, el pasado.

Aprovechando su propia estadía en Nueva York en 2020, en los inicios de la pandemia, el novelista y ensayista vuelve sobre los pasos del artista chileno que, siempre en constante tránsito, vivió, se casó, tuvo hijos y pintó múltiples cuadros en dicha ciudad. Como es usual en sus relatos de vida –este libro sobre Matta se suma a sendas obras dedicadas a Marta Rivas, su abuela, y a Nicanor Parra–, acá tenemos casi tanto del biógrafo como del biografiado. Los pasos del escritor que busca asir la figura sobre la que trabaja están también puestos en la obra. De ahí que veamos a Gumucio caminar por la ciudad tras las huellas del artista, que se inquieta ante la pronta llegada del covid a Nueva York, que se quiebra las muñecas por un accidente en bicicleta y que ve cómo la diseminación del virus los repliega a todos en sus casas, donde la gente comienza a vivir detrás de las pantallas. Aunque la excusa del libro sea seguir los pasos de Matta, hay aquí mucho de Gumucio en su gesto de escribir sobre otro creador que, como él, no quería ceñirse a las reglas establecidas.

Roberto Matta llegó a Nueva York en medio de la oleada de artistas europeos que, a causa de la Segunda Guerra Mundial, se exilió en Estados Unidos. Si durante la mayor parte de su estadía neoyorkina convive con el grupo surrealista capitaneado por André Breton, a quien había conocido en Europa, la constante búsqueda de una voz propia lo llevará a establecer contacto con otros creadores. Así, el pintor chileno terminará convirtiéndose en una especie de figura tutelar de la Escuela de Nueva York —Pollock, Rothko, de Kooning, Gorky, etc.—, conocida luego bajo el rótulo de expresionismo abstracto que a Matta nunca le convenció. La lucha entre la figuración y la creación, o su afán por encontrar en su pintura una realidad más profunda de la que se ve a simple vista está, en El vértigo del Eros, bien expresada por su autor: “Matta no ve las cosas y las pinta, sino que pinta lo que no ve para empezar a hacerlo recién en ese momento”. O, como dice Gumucio intentando dar cuenta de algunos cuadros de esos años: “Ni pintor ni menos aún artista, se ve a sí mismo como un científico que quiere describir el mundo y no representarlo, tampoco decorarlo”.

A pesar de algunas digresiones injustificadas que, más de una vez, hacen perder el hilo de la narración y que desordenan en exceso el conjunto del libro, Gumucio logra dar cuenta de un ambiente cultural y artístico inquieto, dispuesto a romper las convenciones estéticas y a añadir, de paso, una cuota de escándalo a un mundo usualmente burgués y sofisticado. Estos artistas, en medio del trayecto entre el surrealismo y el expresionismo abstracto, comenzarán sus carreras como unos rebeldes marginales, fuera del sistema (a pesar de que estarán subsidiados por el gobierno). Sin embargo, poco a poco se harán un lugar entre élites ansiosas por encontrar un arte propiamente norteamericano, y de coleccionistas millonarios siempre dispuestos a apostar grandes sumas por los artistas del futuro.

Además de Marcel Duchamp, Arshile Gorky, Peggy Guggenheim (o “la Peguita” Guggenheim, como le dice con humor Matta aludiendo a sus constantes mecenazgos), André Breton o Jackson Pollok, entre muchos otros intelectuales y artistas, un personaje relevante de este ensayo biográfico será Gordon Matta-Clark, el hijo norteamericano que siguió los pasos de su padre y se convirtió también en un artista que quiso romper los códigos de su tiempo. Gordon y su hermano gemelo Batán nacieron cuando sus padres ya se estaban separando, y Roberto Matta nunca tuvo una relación demasiado estrecha con sus hijos: “ser padre es algo que Matta no quiso ser. Matta no quiso ese peso. No quiso quedarse en ninguna parte porque su destino era irse”. A pesar de eso, Gumucio vincula frecuentemente ambas trayectorias, mostrando las búsquedas estéticas de Matta-Clark –sus casas partidas en dos, sus edificios perforados– como una continuación del intento de su padre por romper no solo con lo establecido, sino también con aquello que representa la estabilidad misma.

En este ambiente neoyorkino en el que explota la faceta creativa de Matta, dice Gumucio, el arte coqueteará con la destrucción: esta será “una generación que conoció la gloria y la fama, pero que no encontró otra manera de comprender el fuego que la recorría sino quemándose en él”. Sin embargo, a diferencia de Rimbaud yéndose a morir a Yemen o de sus amigos suicidas, “Matta quiere quedarse vivo, seguir siendo él mismo, casado, encorbatado, burgués de alguna forma, pero padre del fuego, incendiario y pensando que podría salvarse de quemarse él mismo”. Será motivo de escándalos incluso entre sus más cercanos, lo que sumado a las diferencias estéticas con Bretón llevará a su expulsión de la camarilla surrealista y a su partida a Italia, donde comienza otra etapa de su vida.

Hay escenas geniales de esta vida intensa y ecléctica, como aquella en que Matta, todavía en Madrid, antes de irse a Nueva York, conoce a Gabriela Mistral y se aloja tres meses en su casa: “Desesperado de amor se desmayó en una tina caliente, al borde del suicidio. ‘Es cierto que me enamoré de ella y le pedí su mano. Porque era muy buenamoza. Tenía unos ojos enormes y hablaba con gran dulzura’. Ella lo levantó en brazos, totalmente desnudo. Él, sin fuerzas, le pidió matrimonio. ‘Podría ser tu abuela’, se rió Gabriela”. A partir de eso, dice Gumucio que quizás Mistral fue una influencia no declarada de toda la vida y obra del artista, algo no demasiado convincente, pero que quizás es un intento por vincular al terruño al más cosmopolita de nuestros pintores.

En este perfil biográfico –cuyo título, El vértigo de Eros, alude también a un cuadro de Matta donde predomina el color negro y en el que manchones amarillos y líneas blancas sugieren geometrías y universos oníricos– encontramos el intento de un escritor chileno por dar cuenta de una mente creativa privilegiada, de “[u]n pintor intelectual, que especulaba aún más de lo que pintaba, que sin embargo no se puede negar a la sensorialidad misma del color, la vibración perpetua de las formas”. A pesar de que podría haber sido más conciso en la construcción de estos años neoyorkinos, y algo menos disperso en la organización de sus materiales, el libro transmite esa pasión que atravesó la vida de Matta y cuya obra pictórica, también hoy, comunica.

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