Auditorías de fricción: una posible llave a los laberintos estatales
Frente al creciente descrédito del aparato estatal chileno y la frustración ciudadana ante los trámites engorrosos, las auditorías de fricción administrativa ofrecen una herramienta concreta

En la última década, Chile ha sido escenario de numerosos debates tan necesarios como reveladores sobre la eficiencia del Estado y la calidad de los servicios que presta. Aunque diversos en su forma y contenido, todos ellos convergen en una misma inquietud: el aparato estatal ha dejado de ser percibido como un facilitador confiable para convertirse, en el imaginario colectivo, en un laberinto que desgasta, frustra y posterga. Sobran las anécdotas —a veces extremas, pero ilustrativas— que alimentan esta imagen: trámites que se duplican sin razón aparente, competencias superpuestas entre organismos, requisitos poco transparentes, plataformas digitales que simulan eficiencia, pero replican la lógica del papeleo. El resultado es un sistema que promete orden, pero entrega incertidumbre; que debiera ofrecer soluciones, pero parece alejarlas con más burocracia.
Más allá de tecnicismos o disputas ideológicas, subyace en todas estas discusiones una urgencia compartida: la necesidad de mejorar los servicios públicos y reducir las fricciones innecesarias que enfrentan las personas al interactuar con el Estado. Hoy, ejercer un derecho, obtener un beneficio o incluso cumplir una obligación legal puede implicar atravesar un camino tortuoso, plagado de obstáculos administrativos. La experiencia se asemeja a una novela kafkiana: una puerta que siempre parece a punto de abrirse, pero que jamás lo hace.
Si bien en los últimos años se han impulsado diversas reformas —algunas con vocación estructural, otras más bien cosméticas—, el país sigue atrapado en un diseño institucional que, incluso con buenas intenciones, impone barreras que desincentivan, excluyen o simplemente agotan. Y no se trata solo de facilitarle la vida al “usuario” público, aunque eso sea fundamental. Se trata, sobre todo, de recuperar la legitimidad de la actuación estatal como herramienta al servicio del bien común. Porque si hay algo que revelan los datos es que la relación de los chilenos con su Estado es, en el mejor de los casos, distante. Según la OCDE, solo un 24% de la población declara confiar en los servicios públicos centrales, 11 puntos por debajo del promedio de los países que la integran. Otras mediciones son aún más contundentes: el Estado chileno es percibido como distante (88%), poco transparente (78%), maltratador (83%) y discriminador (82%).
En este escenario, las discusiones sobre modernización del Estado tienden a oscilar entre dos posiciones irreconciliables. Por un lado, quienes denuncian la “tramitología” como un sinsentido burocrático; por el otro, quienes ven en cada intento de simplificación una amenaza de descontrol o arbitrariedad. Pero mientras Chile permanece atrapado en esta falsa disyuntiva, varios países de la OCDE han comenzado a ensayar soluciones innovadoras para enfrentar, precisamente, este mismo problema. Una de las más prometedoras, aunque completamente ausente en las discusiones nacionales, es la técnica de las sludge audits, o auditorías de fricción administrativa.
El concepto de sludge, acuñado por Richard Thaler y desarrollado por Cass Sunstein, se refiere a todas aquellas fricciones excesivas e injustificadas —requisitos opacos, tiempos de espera innecesarios, instrucciones confusas, procedimientos humillantes o emocionalmente desgastantes— que dificultan el acceso de las personas a los servicios y beneficios estatales. A diferencia del enfoque tradicional, que tiende a medir tiempos promedio o costos monetarios, las sludge audits ponen el foco en la experiencia emocional y psicológica del usuario. Permiten identificar aquellas barreras que no protegen a nadie, pero que dañan a todos. Y ofrecen, en consecuencia, una tercera vía para la modernización pública: eliminar lo innecesario sin renunciar a los fines legítimos del Estado.
Las sludge audits no son diagnósticos retóricos ni auditorías burocratizantes. Son evaluaciones empíricas, sistemáticas y profundamente humanas, diseñadas para entender cómo se experimenta en la práctica un proceso estatal. Incorporan herramientas como mapas de viaje conductual, escalas de carga percibida, entrevistas con usuarios, estimaciones del tiempo perdido y análisis de microfricciones. En países como Australia, Brasil, Canadá, Finlandia, Francia, Países Bajos, Nueva Zelanda, Turquía o el Reino Unido, estas auditorías ya están siendo implementadas, con resultados positivos. En Australia, por ejemplo, un Gobierno subnacional desarrolló una metodología en siete pasos que ha sido adoptada y replicada por más de 14 países. En Brasil, el Ministerio de Gestión e Innovación la está utilizando para rediseñar trámites sociales, mientras que en el Reino Unido la autoridad tributaria la ha aplicado para simplificar la declaración de impuestos. En la mayoría de los casos, los resultados son similares: menos tiempo perdido, mayor satisfacción ciudadana y una recuperación tangible de la confianza en las instituciones.
¿Podría Chile beneficiarse de una herramienta así? No solo podría; es urgente que lo haga. Adoptar las sludge audits permitiría dar un paso concreto en los esfuerzos de experiencia usuaria de la agenda modernización del Estado, trasladando el foco desde el rediseño institucional con una impronta tecnocrática hacia la experiencia real del ciudadano. Con evidencia empírica y metodologías conductuales ya probadas, sería posible distinguir entre las fricciones que vale la pena mantener —por razones de control o seguridad jurídica— y aquellas que deben eliminarse sin vacilación. Sería, además, una forma concreta de hacer realidad uno de los principios más invocados, pero menos cumplidos, de nuestra democracia constitucional: que el Estado está al servicio del ciudadano y no al revés.
En un momento en que la confianza en las instituciones públicas se encuentra en su punto más bajo desde la transición democrática, herramientas como las sludge audits ofrecen un camino alternativo y complementario para reconstruir esa relación. No se trata de reducir el Estado ni de desregular por principio. Se trata de reenfocar su acción para que sea más accesible, más justa, más eficaz. Reducir fricciones injustificadas no es solo una mejora administrativa. Es una señal inequívoca de respeto hacia el tiempo, la dignidad y las capacidades de cada persona.
La encrucijada que enfrentamos sugiere que ha llegado el momento de dejar de aceptar como inevitables las frustraciones que provoca el Estado a tantas personas extraviadas en sus pasillos interminables. Reformar desde la evidencia y con enfoque conductual no es una utopía tecnocrática, es un imperativo democrático. Y aunque ciertamente las sludge audits no resolverán todos nuestros problemas, pueden ser la llave para abrir, al fin, una puerta que por demasiado tiempo ha permanecido cerrada.
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