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PAPA FRANCISCO
Tribuna
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El peso de la humildad

El paso del papa Francisco por este mundo deja una marca que ojalá no sea borrada

Papa Francisco

En los próximos días el foco de atención ya no será Francisco. Los titulares girarán hacia su sucesor y hacia otros asuntos. Por lo mismo, hay que aprovechar estas últimas horas para insistir en su legado.

Su paso por este mundo deja una marca que ojalá no sea borrada. No tanto por las reformas que impulsó en la Iglesia, ni por sus gestos de apertura o su estilo cercano, sino por haber planteado un cambio de raíz en nuestra manera de habitar la tierra.

Laudato Si’ (2015), su encíclica sobre el cuidado de la casa común, es quizá su gesto más audaz. No se limita a advertir sobre el deterioro ambiental o a convocar a una mayor responsabilidad ecológica. Va más lejos: propone una ruptura civilizatoria con el paradigma que, desde hace siglos, organiza nuestra relación con la naturaleza. Ese paradigma —nacido del encuentro entre el cristianismo, el racionalismo cartesiano y la revolución industrial— colocó al hombre en el centro del universo, autorizado a dominar y explotar todo lo creado en su propio beneficio.

Francisco rompe con esa herencia. Llama a dejar de contemplar el mundo como un objeto y a reconocernos como parte de él. “La tierra nos precede”, dice. “No somos Dios”.

No se trata de un regreso nostálgico al pasado, ni de una renuncia al progreso. Se trata de un cambio de mirada: de una invitación a vivir con ‘sana humildad’ y ‘feliz sobriedad’, a comprender que cada ser vivo, cada fragmento de naturaleza, lleva consigo un mensaje, una presencia, una dignidad.

Laudato Si’ no es solo un documento eclesiástico. Es un manifiesto civilizatorio. Una llamada a reconstruir los lazos rotos: con la naturaleza, con los otros, con uno mismo. Porque no habrá “ecología integral” sin paz interior, sin una cultura de la gratitud, de la lentitud, de la admiración. Francisco recordó que, sin esas virtudes, el ser humano corre el riesgo de convertirse en su propio verdugo: de acelerar hacia el abismo creyéndose invulnerable.

En un mundo que glorifica la prisa, la acumulación y el dominio, el mensaje de Francisco fue incómodo. En tiempos de fronteras cerradas y de exaltación de la fuerza, habló de límites, de lentitud, de cuidado.

No es casual que este llamado haya surgido desde América Latina. Una cultura mestiza y resistente que, como recuerda Edgar Morin, supo sostener una concepción menos violenta, menos instrumental de la vida. Desde aquí, y no desde los salones ilustrados de Europa, brotó la voz que proclamó que el cuidado de la tierra y el cuidado de los otros son un mismo acto de justicia.

Su despedida no necesita homenajes grandilocuentes. Basta con reconocer que, en un tiempo de soberbia, Francisco devolvió a la palabra humildad su verdadero peso. Y con ella, recordó que cuidar del mundo y de los otros no es un deber añadido: es, simplemente, parte de lo que significa estar vivos.

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